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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

La muerte como ejercicio de reciclaje

En España, como en buena parte de Europa, se reciclan las tumbas. Para el estadounidense medio, este dato sería chocante

Anatxu Zabalbeascoa
Cementerio de Igualada (Barcelona), proyectado por Enric Miralles y Carme Pinós.
Cementerio de Igualada (Barcelona), proyectado por Enric Miralles y Carme Pinós.

En Japón, Hiroshi Ueda creó un palo extensor de la cámara fotográfica en 1980. Trabajaba en la fábrica de cámaras Minolta y pensó que así podría hacerse autorretratos durante sus viajes. Patentó el invento en 1983, se llegó a fabricar, pero se vendieron muy pocos. ¿La razón? El invento les parecía absurdo. Por entonces se antojaba tan exótico que fue incluido en un catálogo de objetos inútiles —junto a ocurrencias como zapatillas de andar por casa para gatos o palillos con ventiladores eléctricos para enfriar los fideos del ramen—. La patente caducó en 2003. Ueda declaró a la BBC que a su tipo de inventos se les suele llamar “de las tres de la mañana: llegan demasiado pronto”.

Caitlin Doughty cita la historia de Ueda en el libro De aquí a la eternidad, una vuelta al mundo en busca de la buena muerte (Capitán Swing), y da cuenta de que, a lo largo de la historia, muchas ideas se han adelantado a su tiempo. Incluidas las que tienen que ver con la muerte, los enterramientos y la presencia y ausencia de los fallecidos. Sucedió con la pirámide que Thomas Willson ideó, en la época victoriana, cuando decidió que, para enterrar a los muertos, en lugar de cavar más hondo sería interesante ir en dirección contraria y construir una pirámide. La diseñó con ladrillo y granito para levantarla en la colina Primrose Hill, al norte de Londres. La ideó con 94 pisos, lo que suponía cuatro veces la altura de la catedral de San Pablo. Calculó que en el interior cabrían cinco millones de cuerpos. Wilson expuso su proyecto al Parlamento. Llegó incluso a bautizarlo, se llamaría Sepulcro Metropolitano. Pero, como apunta Doughty, “el público no quería aquella montaña llena de muertos. Prefería recordar a los difuntos haciendo picnic”. Aceptamos la presencia de los muertos de una manera abstracta, no como una presencia ineludible.

Fue a finales del siglo XIX cuando la muerte se convirtió en un gran negocio. Hasta entonces los funerales eran un asunto familiar: a los muertos los lavaban y vestían quienes más los habían querido. Esto continúa sucediendo todavía en muchas culturas que no han burocratizado, es decir acelerado y dado la espalda, a ese último día. Fue un grupo de médicos —que consideraba que el enterramiento era antihigiénico e insostenible— el primero en utilizar en Europa un horno industrial para la cremación. Sucedió en Florencia, en 1869. Solo en 2017, el número de incinerados superó a los enterrados en Estados Unidos, mientras que en Japón, la cuota más alta, los incinerados hoy son el 99,9 de los fallecidos. Un 85% de los muertos en Suiza.

En España, como en buena parte de Europa, se reciclan las tumbas. En De aquí a la eternidad, Doughty escribe que, para el estadounidense medio, este dato sería chocante. Aquí sabemos que concebir las tumbas como un lugar para la eternidad es una cuestión de espacio. Un asunto tan económico como cultural. Así, no sorprende la coincidencia de los datos. En Sevilla, apenas hay lugar para cementerios. Tal vez por eso, la tasa de cremación es la más alta del país: un 80%. “Desde un punto de vista económico, morirse en Sevilla sale a cuenta”, ironiza Doughty.

La autora viaja por el mundo para averiguar que la relación entre tumba y eternidad no existe. La eternidad es todo el después: una incógnita o una nada, según creencias. Explica que en Berlín, las familias alquilan sepulturas durante 20 o 30 años. Y que como el número de incineraciones está aumentando tanto, los cementerios urbanos también se están reciclando. Se están convirtiendo en parques, en jardines comunitarios con, incluso, zonas de juego infantil o huertos, donde refugiados sirios cultivan tomates, menta y cebollas. Eso es lo que sucede en el cementerio berlinés de Fetewei Tarekegn, un lugar donde la vida puede tener una segunda oportunidad.

¿Qué hacer con los muertos? ¿Cuánto tiene que ver el cuerpo con el recuerdo?¿La tumba con el duelo? La experiencia de ver desaparecer lentamente a un ser querido transforma a los asistentes. Deja de ser un trámite y se convierte en un final. Hablar de la muerte no es macabro. Seguramente es irresponsable no hacerlo. Hay culturas que tratan mejor a sus muertos que a sus vivos. Y no solo en los obituarios.

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