El vivero
No vives la vida porque buscas el nuevo tema, pasas como en un trance por los días y por las cosas
Domingo al alba. Llego a Madrid como si no llegara, como si no me hubiera ido nunca. Como si me quisiera quedar acá. Vengo de batallas raras. Vengo de Santiago y de Montevideo, vengo de Buenos Aires, vengo de Berlín. ¿Dónde estuve mientras sucedía todo eso? ¿Escondida en qué rizoma lóbrego? La mañana está helada y salgo a caminar. Me cruzo con dos señoras que conversan. Una le dice a la otra: “Mi madre era de operarse. Se operó 12 veces”. Mi cerebro antropófago empieza a flagelarse: ¿qué puedo hacer con esa frase? Regreso apresurada al hotel, como si corriera peligro, como si fuera a asfixiarme si no regreso, y me siento a escribir. Empiezo por este párrafo del diario de Cesare Pavese, mi libro ardiente: “Cuando hayas vuelto a escribir pensarás solo en escribir. En fin, ¿cuándo vives? ¿Cuándo tocas fondo? Siempre andas distraído por tu trabajo. Vas a morirte sin haberte dado cuenta (…) no vives la vida porque buscas el nuevo tema, pasas como en un trance por los días y por las cosas. He aquí por qué la infancia y la juventud son el vivero perenne: entonces no tenías un trabajo y veías la vida desinteresadamente. Eficacia del amor, del dolor, de las peripecias: se interrumpe el trabajo, se vuelve a la adolescencia, se descubre la vida”. Y entonces recuerdo Santa Fe. La ciudad argentina donde viví cuando era chica. Sé que mi padre me llevaba a la plaza enfundada en un tapado de paño gris, cortito. Me subía al tobogán, a las hamacas, al subibaja. En algún momento, alguien —¿él?— soltó el subibaja y yo quedé allá arriba, con los brazos en alto, aullando, pegada a la electricidad del cielo, sin nadie que separara mi piel de los arcos voltaicos que la quemaban. Sin nadie —¿él?— que oyera mis gritos. Que no eran de miedo ni de gozo, sino, bendito sea, de ambas cosas.
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