Consuelo y Petra: la cara y cruz de las migraciones internacionales
Las historias de dos mujeres nicaragüenses muestran que para que una experiencia migratoria salga bien, es preciso minimizar los factores que puedan dar al traste con ella
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) es una agencia intergubernamental centrada en el ámbito de la migración. Su labor consiste en cerciorarse de una gestión ordenada y humana de la migración, promover la cooperación internacional sobre cuestiones migratorias, ayudar a encontrar soluciones prácticas a los problemas migratorios y ofrecer asistencia humanitaria a los migrantes que lo necesiten, ya sean refugiados, desplazadas o, simplemente, personas desarraigadas.
La OIM define “migrante” como “término genérico no definido en el derecho internacional que, por uso común, designa a toda persona que se traslada fuera de su lugar de residencia habitual, ya sea dentro de un país o a través de una frontera internacional, de manera temporal o permanente, y por diversas razones”.
Tras vivir allí cinco años, abandoné Nicaragua el 1 de enero del 2014. Durante ese periodo, conocí a mucha gente. Conocí a Juanita (todos los nombres de este texto fueron cambiados para preservar la intimidad de las personas) que, por aquel entonces, tenía unos 55 años. Aunque provenía de Corinto, un municipio del departamento de Chinandega (al norte del país), ella trabajaba como administrativa en un centro de formación profesional de Managua. Su salario de aproximadamente 300 dólares apenas le permitía mantener a sus tres hijos en la humilde casa que una familiar, que trabajaba fuera del país, les prestaba en la capital nicaragüense.
La mayor de los hijos de Juanita se llama Consuelo. A sus 21 años, Consuelo había acabado los estudios correspondientes y ejercía como enfermera en un hospital. Sus jornadas laborables eran larguísimas (de 24 horas, muchas veces) y su salario rondaba los 300 dólares americanos. Consuelo tenía muy claro que quería emigrar.
Según datos de la OIM, la región de América del Norte, América Central y el Caribe alberga alrededor del 25% de todos los migrantes en el mundo. Y eso a pesar de que, con alrededor de 550 millones de habitantes (datos de 2014), esta región apenas representa el 7,2% de la población mundial. Consuelo ambicionaba formar parte de ese 25%. Puede que, en el fondo, quisiera seguir el ejemplo de su prima Marta.
Conocí a Marta, sobrina de Juanita, una Nochebuena que esta última me invitó a pasar en su casa. De niña se quedó huérfana y una familia estadounidense se hizo cargo de ella. Marta ejercía de enfermera en un hospital norteamericano. Le gustaba hacer turismo por todo el mundo. También visitaba frecuentemente a la familia que le quedaba en Nicaragua. Cuando lo hacía, generosamente les invitaba a cenas y a visitas culturales dentro del país. Para ello, alquilaba (y pagaba) un mini bus en el que cabían todos.
También conocí a Petra. En 2013 ella tenía 40 años y un hijo adolescente que se llamaba Pedro. No le conocí a Petra un trabajo concreto: vivía en la casa que, de manera informal, había heredado de su abuela y allí, esporádicamente, hacía manicuras y pedicuras.
A petición suya, pregunté a conocidos míos que trabajaban en el sector sanitario en España si consideraban buena idea que Consuelo emigrara a nuestro país. Ana, farmacéutica y compañera de colegio mayor, me dijo que la situación laboral del sector en España era mala y desaconsejó a Consuelo emigrar a España.
Con todo, no me sorprendió que Consuelo emigrara a Madrid: llevaba muchos años ideando el plan. Lo hizo en marzo del 2014 con una amiga suya (también enfermera) siguiendo los pasos de una tercera conocida (enfermera) que ya estaba trabajando en España. Al llegar a la capital española encontró empleo rápidamente gracias a una entidad religiosa que le colocó en una casa particular donde cuidaba a una persona mayor. Trabajaba de forma irregular.
Según la OIM, una de las características que comparten los migrantes procedentes de la región de América del norte, Centroamérica y el Caribe es su alta incidencia en situaciones irregulares. La organización advierte que los migrantes irregulares son más vulnerables a abusos de todo tipo (discriminación, extorsión, secuestro, trata de personas, violencia sexual y otros delitos).
Una de las características que comparten los migrantes de América del norte, Centroamérica y el Caribe es su alta incidencia en situaciones irregulares
Lo que si me sorprendió fue la repentina decisión de Petra de emigrar. La última vez que la vi, en 2013, vivía un momento agridulce: Por un lado, celebraba que había acabado su carrera universitaria en ciencias económicas (la había empezado hacía muchos años pero no se decidió a acabarla hasta entonces). Por otro, rota de dolor, descubría que Pedro, su hijo, había atracado a un transeúnte en una zona acomodada de la ciudad para robarle la cartera.
Aproximadamente a la vez que Consuelo emigraba a Madrid, Petra se marchaba a Panamá a trabajar como empleada de hogar en una familia panameña. Petra entendía que su hijo Pedro ya era suficientemente mayor como para valerse de sí mismo y que se podía ir tranquila.
En la casa en la que trabajaba Petra en Panamá gozaba de tranquilidad. La familia que le daba empleo la trataba bien. Pero su satisfacción era, cuando menos, moderada: ejercer de empleada doméstica no le hacía sentirse realizada profesionalmente, ahora que había acabado sus estudios universitarios. Ciertamente había conseguido ahorrar algo de dinero (ahorraba practicante todo lo que ingresaba ya que vivía en la casa de su familia de acogida), pero se preguntaba hasta qué punto el dinero total que ahorraría representaría realmente grandes mejoras para su futuro y el de su hijo… Además, ella también trabajaba de forma irregular.
El número de migrantes irregulares que viven en Mesoamérica y en el Caribe aumenta de manera preocupante (siempre según la OIM). Este fenómeno se debe a varios factores, como el aumento de los flujos de inmigración, la complejidad y los altos costes de los procesos de regularización, la falta de compromiso de los empleadores para regularizar a sus trabajadores migrantes y la capacidad limitada de los Gobiernos para hacer cumplir leyes de inmigración.
Cinco años después de su partida, en 2019, Petra volvía a Managua para tomarse unas merecidas vacaciones. Allí le esperaba una desagradable sorpresa: Sus vecinas le informaron de que su hijo Pedro había convertido su casa en un auténtico mercado de drogas, contribuyendo a que su calle se llenara de gente problemática y a que el barrio se volviera peligroso. Petra, que no cabía en sí de tristeza y rabia, echó a Pedro de la casa. A los pocos días, Pedro entraba en la cárcel.
Al mismo tiempo que Petra volvía a Managua, recibí noticias de Consuelo. Su experiencia en Madrid fue dura al principio: se sintió muy sola y pasó mucho miedo. Pero, poco a poco, fue adaptándose. Se informó de los trámites que tenía que seguir y logró, gradualmente, homologar su título de enfermera y regularizar, provisionalmente, su situación en España. En un correo electrónico me comentaba que había logrado renovar su tarjeta de residencia y que, en un año aproximadamente, podría pedir la nacionalidad en su país de acogida: “Estoy trabajando en una residencia de mayores y esporádicamente hago turnos en un hospital público, así puedo ir abriéndome camino. Espero conseguir trabajar en alguno pronto, fija. Además, me he ido a vivir sola, he rentado un piso pequeño pero bonito en Vallecas”.
Para cuando recibí el correo electrónico de Consuelo, Juanita ya se había jubilado y había vuelto a su Corinto natal. Consuelo compensaba la pírrica pensión que recibía su madre con una pequeña parte del sólido salario que recibía como enfermera en España.
Quizás en breve vuelva a recibir noticias de Consuelo. Viendo lo bien que ha sabido llevar su experiencia migratoria, no me extrañaría que, llegado el momento, me anuncie que finalmente ha conseguido tanto el contrato fijo como la anhelada nacionalidad española. Puede que entonces lo celebre viajando a algún país exótico con su prima Marta.
Si tuviera que sacar una conclusión de este texto diría que, para que una experiencia migratoria salga bien, es preciso minimizar los factores que puedan dar al traste con el objetivo migratorio: Idear pormenorizadamente un plan a largo plazo, estudiar en detalle si el entorno de la persona que va a migrar favorece o impedimenta la decisión migratoria (a nivel económico, de estabilidad…), tratar de seguir el ejemplo de alguien que ya viajó, intentar ir acompañado de alguien de confianza…
En cualquier caso, hoy parece indispensable que exista una institución que trabaje y regule el fenómeno de las migraciones internacionales. Prueba de ello es, quizás, el acuerdo de Relación entre la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y las Naciones Unidas que aprobaron estas últimas en julio de 2016 a través de la Asamblea General de sus Estados Miembros.
Miguel Forcat Luque es economista por la Universidad Complutense de Madrid y trabaja para la Comisión de la Unión Europea. Este artículo no refleja necesariamente el punto de vista de la institución para la que trabaja.
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