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Alan Hollinghurst: “Para un buen escándalo británico necesitas sexo irregular y alguien en el gobierno”

En ‘El caso Sparsholt’, el escritor inglés imagina una historia de hipocresía, sexo y política cuando ser gay era un delito. Y también después de eso

El escritor Alan Hollinghurst posa ensimismado para ICON, demostrando el caballero clásico y ajeno a las modas que es.
El escritor Alan Hollinghurst posa ensimismado para ICON, demostrando el caballero clásico y ajeno a las modas que es.Foto: Pep Escoda

Quién sabe si el Brexit acabará también con una venerable tradición inglesa: el escándalo mediático sexual, al estilo del caso Profumo o la desaparición de Lord Lucan. “Todos tienen en común que, al cabo del tiempo, uno recuerda el nombre, pero no exactamente lo que pasó. Para tener un buen escándalo británico necesitas sexo, sexo irregular, alguien en algún nivel del gobierno y un hecho que ilumine la hipocresía de la situación. Como cuando Thatcher anunció la vuelta a los valores victorianos. En el instante en que dijo eso, a todos los miembros de su gabinete, uno por uno, se les pilló teniendo líos con sus secretarias”, resume Alan Hollinghurs (Stroud, Reino Unido, 1954).

El escritor británico partió de esa idea para su última novela, El caso Sparsholt (Anagrama). Allí imagina un suceso ficticio en los sesenta que implicaría a un diputado, un gigoló y un empresario con un nombre, David Sparsholt, lo suficientemente sonoro como para que su asuntillo siga sonando después de varias generaciones y para que su hijo Johnny, también gay pero fuera del armario, genere murmuraciones el resto de su vida. ¿Sparsholt… de aquellos Sparsholt?

"En cuanto Thatcher anunció la vuelta a los valores victorianos, pillaron a todos los miembros de su gabinete teniendo líos con sus secretarias”

La novela, larga, como todas las de Hollinghurst, esconde un engranaje muy parecido al de la anterior, El hijo del extraño. Cada capítulo avanza una o varias décadas y encuentra a los personajes o a sus descendientes totalmente cambiados, en otro lugar y hasta contados con otro estilo. El principio de Sparsholt, por ejemplo, situado en Oxford durante el Blitz (los bombardeos nazis sobre Inglaterra en los años cuarenta), adopta giros propios de novelistas como E.M. Forster o Ronald Firbank, en los que Hollinghurst basó su tesis doctoral: escritores gais que tenían que recurrir al eufemismo y la ocultación.

Escuchando hoy al autor, con su dicción como de otra época y su nulo interés por parecer al día en asuntos mundanos, resulta increíble que hubiera un tiempo en que sus libros fueran escandalosos para el establishment literario. Y, bueno, intolerablemente gais para algunos. John Updike le dedicó una crítica que llegó a hacerse famosa en 1999 (no en 1949, ni en 1959) en la que lamentaba que Hollinghurst se empeñase en “restregar por la cara” a los lectores “la poesía del ano de su objeto amoroso”.

A partir de 2004, cuando ganó el Booker con La línea de la belleza, fue imposible no contar con él entre los grandes novelistas vivos. En esa novela, Nick, un chico de clase media pasado por Oxford, entra en el círculo familiar de un diputado tory a través de un compañero de clase. Es un mecanismo habitual en sus novelas, en las que un outsider está siempre oteando las extrañas costumbres de otra de las 200 o 300 clases que componen el complejo sistema social británico. También sucede en El caso Sparsholt. Johnny termina convertido en retratista de otro tipo de aristocracia, la gente del mundo del espectáculo.

“Me había cansado de gente con títulos nobiliarios, aunque alguno hay en el libro. De todas maneras, Johnny mantiene una idea bastante sólida de sus orígenes, que serían los de una clase trabajadora aspiracional. Su padre era un hombre de negocios con éxito. Conozco bien ese tipo de gente, eran los amigos de mis padres. Los hombres habían ido a la guerra y cuando acabó se encontraron con que todo era distinto. El poder, el estatus, la diversión de la guerra se habían acabado. Algunos vieron la oportunidad de hacer una fortuna”.

Sus padres ahorraron para enviar a Alan a un internado a los siete años. “Uno al que iban los chicos demasiado tontos para entrar en una escuela verdaderamente grandiosa”. De todos sus años en esas instituciones guarda un recuerdo menos brutal del que se pueda esperar. “Pasaban cosas. Aunque todo estaba permeado por una especie de moralidad de clase media. No había tanta perversión como supongo que había en Eton. Todavía tengo esa fantasía de lo que debía pasar en Eton”.

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