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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Con honores (Guaramito, Norte de Santander)

Buena parte de nuestros enredos de ayer y de hoy y de mañana tienen que ver con el drama de Venezuela

Ricardo Silva Romero
El líder opositor venezolano Juan Guaidó.
El líder opositor venezolano Juan Guaidó.BORIS VERGARA (AFP)

Uno se concentra en los inclementes líos que está capoteando Colombia –se concentra, por ejemplo, en la denuncia de esta guerra sanguinaria por las tierras explotadas y por las rutas de las drogas, que estamos padeciendo día y noche desde que las FARC entregaron sus territorios–, pero la verdad es que buena parte de nuestros enredos de ayer y de hoy y de mañana tienen que ver con el drama de Venezuela: tienen que ver con el éxodo venezolano que aquí se ha encarado con compasión por lo humano, tienen que ver con el pulso en la frontera entre las bandas criminales y las guerrillas rancias que tantas veces han sido protegidas y celebradas por el régimen vecino, y con la trama trágica de Maduro, el tirano risueño, a quien ya no lo redimen ni siquiera las ansias de la ultraderecha de sacarlo a sombrerazos.

Colombia podría sentirse desgraciada. A fin de cuentas, ¿las provocaciones militaristas de esa gente que se tomó el Estado venezolano no eran lo último que podía pasarle a un país que en el siglo XXI de la ciencia ficción sigue lidiando con la violencia política, que sigue cercado y condicionado y degradado por la vieja guerra contra las drogas, y ya tiene suficiente con soportar a sus propios caudillos delirantes? Colombia podría sentirse condenada a su mala suerte porque sigue sepultada por los problemas de siempre –por su soberanía truncada y su conflicto degradado– y sus principales gobernantes no solo no parecen estar a la altura de las circunstancias, sino que parecen empeñados en pisar todas las trampas. Y, no obstante, aún puede voltear a su favor las elecciones regionales de octubre.

Ha sido muy común –pero lo ha sido mucho más en esta época– que los políticos del mundo carezcan del llamado “principio de realidad”: resulta improbable que se digan a sí mismos “yo quiero ser presidente, pero, en medio de este panorama de narcos despiadados y de disidentes armados y de asesores endiablados y de aliados peligrosos y de saboteadores profesionales, ¿estoy en la capacidad de serlo?”. Puede ser que sean buenas personas, demócratas extraviados en las sórdidas tramas de los políticos, pero cuando uno ve al presidente Duque respaldando al interino Guaidó en su cruzada errática por Venezuela se pregunta si tanto el primero como el segundo tendrán el estómago para desmontar las lógicas violentas de sus amigos y sus enemigos.

Duque siguió en el mismo plan la semana pasada –llamó a Guaidó “un héroe que está luchando por la democracia”, en su defensa– cuando llegaron a los medios aquellas dicientes fotos en las que el líder venezolano aparece con un par de miembros de la banda criminal colombiana “Los Rastrojos”. Guaidó posó con los dos capos el viernes 22 de febrero de este año, el fin de semana que Maduro iba a caer, luego de entrar a Colombia por Guaramito, Norte de Santander, tierra violentada y sometida y regida por los narcotraficantes. Luego fue recibido “con honores” por la guardia presidencial colombiana en una pequeña alfombra roja sobre una arenosa cancha de fútbol. Y nueve meses después, más allá de si Guaidó sabía o no quiénes eran esos alias –no creo–, es claro que estamos en manos de políticos que no se imaginaban este caos.

Y entonces todo esto parece una parodia: una parodia de líderes, de Estados, de tapetes rojos, de recibimientos con honores, de fechas históricas, de escándalos, de héroes. Y mientras tanto, mientras las primeras planas y los discursos y las provocaciones, sigue el éxodo, aguanta la tiranía y crece la guerra de, contra y para las drogas.

Y día por día las elecciones regionales de octubre toman más cara de oportunidad para elegir hombres serios y mujeres serias que además sepan en qué se están metiendo.

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