Nicolas Sarkozy, un verano a 300 por hora
Todavía hiperactivo y acechado por procesos judiciales, el expresidente francés cultiva su amistad con Emmanuel Macron y saborea su popularidad con maratones de firmas de su nuevo libro
París se pone en marcha, las luces del verano empiezan a apagarse, es la rentrée, el inicio del curso: escolar, literario, político. Nicolas Sarkozy —expresidente de la República, marido de la cantante Carla Bruni, retirado (dice) de la política, acechado por varios casos judiciales y autor de Passions, un libro superventas— está en plena forma. Irrumpe en el hipódromo de Longchamp como un viejo roquero. Allí se celebra la universidad de verano del Medef, la patronal francesa. Territorio amigo. Primero, Sarkozy se sube a un podio instalado al pie de la grada, frente a las verdes praderas donde otros días compiten los caballos y con el Bois de Boulogne y la Torre Eiffel al fondo. Discurre sobre los asuntos globales: el medio ambiente, la demografía, la relación entre Estados Unidos y China, Donald Trump. El público le aplaude, se ríe. Él, envuelto en el manto de sabio estadista, se deja querer.
Segunda escena: en otro espacio del hipódromo se forma una cola de centenares de personas. La escena se ha repetido en los últimos meses en otros lugares de Francia. Sarkozy firma ejemplares de Passions, publicado a finales de junio y con más de 220.000 ejemplares vendidos, según recuentos recientes. El expresidente ha aprendido bien su nuevo oficio: saluda al persona que llega con el libro, conversa brevemente mientras sonríe, escribe la dedicatoria rápido y concentrado. Y que pase el siguiente. Una maquinaria rodada. “Gracias a todos”, se despide una hora después. Entre cinco y seis ejemplares por minuto: más de 300 por hora.
Sarkozy siempre ha ido a toda velocidad. Que es un hombre nervioso e hiperactivo se nota cuando habla y gesticula en el podio al modo de un Louis de Funès de la política. También se nota cuando escribe. En Passions no hay un hilo conductor ni cronológico, ni tampoco un índice. Y, sin embargo, ha sorprendido a muchos lectores por su estilo vivo, alejado de la típica lengua acartonada de la mayoría de libros de políticos. Y ha sorprendido porque, aunque no contiene ninguna gran revelación, tampoco es palabrería. Cuenta cosas. Sobre su afecto hacia el actual presidente y su esposa, Brigitte Macron. “Dos meses después de su elección [en mayo de 2017], Emmanuel Macron nos invitaba, a Carla y a mí, a una cena amistosa. Con delicadeza, me pidió por teléfono si regresar al Elíseo me incomodaba. Le respondí: ¡En absoluto! ¡Solo guardo buenos recuerdos!” Y explica que, al inicio de la cena, Brigitte Macron le dijo: “Siempre he sentido simpatía por usted y no lo lamento”. “Fui sensible a [su] sinceridad y simpatía. Es una mujer de calidad”, escribe. La amistad entre los Macron y los Sarkozy contrasta con la frialdad de Macron respecto a su antecesor inmediato y mentor político, François Hollande. Extraño y desequilibrado triángulo el de estos tres presidentes franceses, un triángulo de intereses políticos y afinidades personales, de resentimientos íntimos y sintonía ideológica.
La cuestión de la primera dama —o ‘las’ primeras damas, cargo que en Francia no está codificado— recorre todo el libro de Sarkozy. Alude a la relación de Hollande con sus parejas: la periodista Valérie Trierweiler, de quien se separó estando en el Elíseo, y ahora la actriz Julie Gayet. Y recuerda sus propias tribulaciones en este terreno.
Dedica unas breves líneas a su primera mujer, Marie-Dominique Culioli, “la madre de Pierre y Jean [que] se consagró a la educación de [los] niños con un amor nunca desmentido”. Se prodiga más respecto a la segunda, Cécilia Attias (Ciganer-Albéniz de nombre de soltera) cuyas separaciones y reconciliaciones sucesivas, y divorcio final, coincidiendo con la llegada al Elíseo, fueron un auténtico culebrón retransmitido en directo. Y aún consagra más espacio a su tercera esposa, Carla Bruni. Reconstruye el primer encuentro, una cena el 13 de noviembre de 2007 en casa del publicista Jacques Séguéla en las afueras de París. “Hoy puedo decir que el flechazo existe”, resume. Una semana después de conocerla, le pide matrimonio: “Ella tuvo la amabilidad de no tomarme por loco”. Giulia, su hija en común, nació en 2011.
Carla Bruni le transformó. Convirtió al presidente bling-bling —asociado al mundo de la ostentación, la farándula y las revistas del corazón— en un hombre culto (o en la imagen que el autor se hace de un hombre culto). "He aprendido que un día sin leer, sin mirar una película, sin ver una exposición es un día perdido", descubre. A principios del verano, ambos aparecieron en la portada de Paris Match y en la foto parecía que él fuese más alto que ella, aunque ella mide nueve centímetros más. Las burlas no le han perturbado. Es como si, pese a las cuentas pendientes con la justicia y pese a la permanente actividad, hubiera encontrado una cierta paz.
Su otro gran amor, según se deduce de Passions, son las multitudes, lo que describe como un "cuerpo a cuerpo" casi erótico o místico entre el orador y el pueblo, sensación que descubrió a los veinte años, en su primer discurso político en Niza, y que le intoxicó para siempre. La semana pasada, en el ambiente algo bling-bling del hipódromo de Longchamp, volvió a demostrar cómo sabe ganárselas. Al hablar del Brexit, comentó entre risas y aplausos: "Es un error histórico del cual no se miden las consecuencias. ¿Saben? Es fácil divorciarse, pero regresar después… Lo sé, lo sé. Tengo experiencia".
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