La UE entre Irán y EE UU, de la confrontación al acuerdo
Europa debe ser capaz de defender sus intereses por encima de imposiciones exteriores
El peligroso pulso entre Estados Unidos e Irán ha provocado toda una serie de incidentes en el mar, desde Gibraltar al estrecho de Ormuz, la carótida de la economía mundial, por donde pasa el 20% del consumo de petróleo. Esta situación es una enorme amenaza a la paz y la seguridad internacionales, especialmente para nosotros los europeos.
Podemos confiar en que, aunque suenen tambores de guerra, nadie debería quererla. Pero hubo guerras que nadie quiso y tuvieron consecuencias devastadoras, como la Primera Guerra Mundial. Por eso, hay que reunir todos los esfuerzos para evitar una peligrosa confrontación y poner las bases para un nuevo dialogo que renueve el acuerdo nuclear de 2015, como acaba de recordar a Washington el ministro francés de Exteriores.
A ese acuerdo, con el críptico nombre de Plan de Acción Integral Conjunto, se llegó tras una larguísima negociación, con múltiples altibajos, comenzada por Javier Solana en 2007. Lo firmaron, con la República Islámica, la Alta Representante en nombre de la UE, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y Alemania. No era un tratado internacional, ya que el presidente Barack Obama no podía comprometerse a que el Congreso lo ratificase. Y aunque se presentó como un acuerdo informal, como un plan de acción, su potencial político era enorme. Y quizá en las altas expectativas que levantó reside parte del problema que tenemos ahora
El objetivo es lograr un Irán sin armas nucleares y con capacidad de negociación regional
El acuerdo era puramente transaccional y referido exclusivamente al programa nuclear iraní. El objetivo esencial era asegurar que Irán no podría construir una bomba atómica. A cambio se levantaban las sanciones económicas. Otras muchas cuestiones quedaron fuera. Pero, aun así, se pensó que Irán se abriría más al exterior y que las fuerzas moderadas ganarían mayor peso, permitiendo la reintegración de este gigantesco y viejo país en la comunidad internacional. Pero no ha sido así. Irán se convirtió en un actor regional más agresivo, sobre todo en Siria. Aunque se alió circunstancialmente con Estados Unidos y Occidente para acabar con el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) en Irak, mantuvo su inaceptable retórica antisraelí y su rivalidad con Arabia Saudí y las monarquías del Golfo.
Con Trump en la Casa Blanca, EE UU se retiró formalmente del acuerdo en mayo de 2018. Decisión anticipada desde la promesa electoral de contrarrestar el worst deal ever, que se materializó en una retirada abrupta de un texto endosado por unanimidad por el Consejo de Seguridad. Washington introdujo las sanciones suspendidas con la firma del acuerdo nuclear y otras nuevas dirigidas a configurar la llamada política de “presión máxima” contra Irán, a la que este replica con una de “resistencia máxima”.
El carácter extraterritorial de las sanciones y la centralidad de EE UU en el sistema financiero internacional hizo que las empresas de todo el mundo, en particular las occidentales, se apresuraran a abandonar negocios, proyectos o inversiones en la República Islámica. El quid pro quo del acuerdo nuclear se rompía en pedazos, con la economía iraní seriamente afectada, sus exportaciones de petróleo reducidas de 2,6 a 0,4 millones de barriles diarios. Y empezaron a producirse peligrosos incidentes.
El programa nuclear iraní se remonta a la época del Sha, pero tenía demasiadas sombras para no suscitar profunda desconfianza en la comunidad internacional. El acuerdo lo puso bajo escrutinio intenso, permanente, en tiempo real, de la Organización Internacional para la Energía Atómica de Viena. Nunca un país ha estado sometido a un régimen semejante de inspecciones. Y cuando este régimen termine, Irán está obligado a suscribir y aplicar el Protocolo Adicional del Tratado de No Proliferación que mantiene un enorme nivel de exigencia en materia de supervisión. Así pues, el acuerdo garantiza que el programa nuclear iraní nunca pueda tener fines militares.
Esta garantía genera confianza, en la región y en todo el mundo. Solo una miope política de “aislamiento total” puede negarlo. Y esa política socava, además, otro elemento clave para la paz y la seguridad internacionales: su contribución al maltrecho régimen de no proliferación nuclear. El acuerdo tenía el gran mérito de haber resuelto un riesgo evidente de proliferación, el programa iraní, siguiendo reglas multilaterales, bajo la vigilancia del supervisor global en esta materia y comprometiéndose a guiarse en el futuro por instrumentos de control más exigentes. En un mundo en el que van cayendo los acuerdos en materia de no-proliferación, y en el que se ataca a las organizaciones encargadas de velar por los compromisos multilaterales, hay que preservar ese gran activo.
Es lo que ha intentado la Unión Europea, y de forma activa algunos de sus Estados miembros como Alemania y Francia, convencidos de que mantener el acuerdo es bueno para la estabilidad regional y para el régimen de no proliferación, pero también para poder comprometer a Irán en una negociación sobre dos elementos que generan inestabilidad y desconfianza: su actuación regional y algunos aspectos de su programa balístico. En esa convicción se ha trabajado para preservar las contrapartidas económicas y comerciales del acuerdo nuclear. Es evidente que, con la actual política estadounidense, no podrán alcanzarse las cifras de intercambios que se podrían tener entre un gran exportador de crudo y los mercados abiertos europeos. Pero el compromiso político europeo debe tener un reflejo en el compromiso iraní de mantener vivos sus compromisos nucleares.
Desde mayo, Teherán ha abandonado su política de “paciencia estratégica” y reaccionado con la del “menos por menos”, es decir, en función de cuales sean las contrapartidas económicas, irá disminuyendo gradualmente su cumplimiento de algunos extremos del acuerdo, como el grado de enriquecimiento de uranio o el volumen de almacenamiento de agua pesada. Aunque el cumplimento de esos compromisos se ha visto entorpecido también por algunas de las sanciones de Washington, por el momento solo se han incumplido de forma marginal
El desafío para la UE que esta situación representa es el de no verse atrapada entre la “presión máxima” de EE UU y la “resistencia máxima” de Irán. La UE puede terminar siendo rehén de una dinámica de conflicto, (como entre China y EE UU) que no sirve a sus intereses y que no asegura el cumplimiento de nuestros objetivos principales: un Irán sin acceso al arma nuclear y una capacidad de negociación para resolver los numerosos, y extraordinariamente complejos, problemas regionales que tanto nos afectan. Baste recordar la crisis existencial que produjo el flujo de refugiados del conflicto sirio en 2015.
Para ello, es posible concebir cuatro líneas de actuación. En primer lugar, enfriar los focos de tensión y la posibilidad de una guerra que nadie dice querer, y que tendría consecuencias devastadoras sobre nuestra seguridad. Segundo, que Irán se mantenga en los términos del acuerdo, de forma integral y verificable, supervisado por la agencia de Viena. Tercero, seguir trabajando para facilitar el comercio legítimo. La capacidad de la UE de defender sus intereses por encima de imposiciones exteriores, incluso las de sus amigos y aliados, es uno de sus grandes objetivos. Finalmente, comprometer a Teherán en un diálogo abierto sobre su actuación regional, con consecuencias sobre el terreno.
Sería una forma de contribuir a promover la paz y la estabilidad regional, la aproximación multilateral como método de trabajo, y servir a nuestros valores e intereses poniendo la enorme capacidad de influencia de una Europa unida al servicio de la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos.
Josep Borrell es ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación en funciones de España.
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