Preguntas decisivas
Negociar a partir de un programa es lo que puede evitar nuevas elecciones
El candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, ha iniciado una ronda de contactos con organizaciones de la sociedad civil para reforzar el programa con el que podría someterse a un segundo debate de investidura. La iniciativa intenta ilustrar ante la opinión el esfuerzo del candidato por articular una mayoría de Gobierno; la realidad que corrobora es, lamentablemente, la persistencia del bloqueo político para el arranque efectivo de la legislatura. Conocer la opinión de los colectivos sociales convocados en La Moncloa es siempre necesario y útil, pero no son quienes tienen que acordar un programa de Gobierno, ni tampoco estos contactos pueden servir como sucedáneo de las obligaciones institucionales que tienen los líderes de los partidos con representación parlamentaria.
Es la pasividad de estos lo que, tres meses después de las elecciones, mantiene al país en un estéril compás de espera que desespera a los ciudadanos, agudiza los problemas estructurales de una economía que se está parando y deteriora la confianza en el sistema constitucional. La ceremonia de la confusión con la que los partidos tratan de disimular que el país avanza hacia nuevas elecciones es demasiado obvia para ser creíble: este es el momento en que, empujados por el malestar de los votantes, todos se rasgan las vestiduras ante una eventual vuelta a las urnas, aunque sin hacer nada para evitarla.
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El desafío político al que se enfrentan los partidos, y que no cabe seguir posponiendo hasta que entren en funcionamiento las previsiones constitucionales, es mantener alguna coherencia entre las palabras y los hechos: si no quieren nuevas elecciones, que no es un fenómeno atmosférico, sino algo que depende de su gestión, emprendan las acciones imprescindibles para que haya Gobierno. A los efectos del partido más votado, eso significa, simplemente, que exponga el programa a negociar con los restantes grupos parlamentarios, no en reuniones improvisadas con otros interlocutores, y que estos respondan a lo que se les pregunta.
Y responder a lo que se pregunta significa no invocar solo a los pactos alcanzados en unos u otros municipios y autonomías para no entrar en sustancia, sino confrontar en qué son compatibles las medidas de cada programa y las del que expone el candidato, y en qué no lo son y es imposible el acuerdo. No hacerlo así no solo empuja al actual cruce de acusaciones entre quienes necesitan de la abstención de un grupo que homenajea a exterroristas para formar un Gobierno y quienes, por su parte, se alían para lo mismo con fuerzas de ultraderecha y partidos ya condenados por corrupción e incursos en nuevos casos; además, oculta la evidencia de que quienes se lanzan estos obscenos reproches han tenido en su mano evitar los pactos que ahora unos y otros utilizan como oportuna munición política.
España sigue amenazada por un programa que, como en el caso de los secesionistas catalanes, una minoría quiere imponer a la mayoría por vías de hecho. Además, padece un grave problema de desigualdad (social y de género) y de desempleo juvenil que puede perpetuarla, máxime cuando qué hacer con la educación y la igualdad de oportunidades no son prioridades compartidas. Por otra parte, el sistema de pensiones necesita medidas que garanticen su solvencia y su dignidad, y nuevos problemas relacionados con la emergencia climática requieren algo tan trivialmente básico como un Ejecutivo y un plan con respaldo mayoritario para la legislatura. Y todo ello en un contexto donde el déficit económico primario del país se mantiene invariable y donde el escaso margen para corregirlo por la vía del gasto obliga a pensar detenidamente en una reforma fiscal que sobrepase la simpleza de que la izquierda sube los impuestos, y la derecha los baja.
Estas son las preguntas decisivas dirigidas a los partidos con representación parlamentaria. Ocultarlas bajo gestos, reproches y confusión no es la respuesta que se espera.
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