Segunda vuelta
Los partidos tienen dos meses para poner fin a una situación improrrogable
El rechazo de la investidura del candidato socialista, Pedro Sánchez, ha tenido como efecto inmediato prolongar una parálisis política que comenzó en las elecciones generales de 2015 y que las sucesivas convocatorias a las urnas no han resuelto. El impacto de la ausencia de un Ejecutivo efectivo sobre todos los órdenes de la vida pública no puede ser banalizado. La prolongada ausencia de liderazgo político legitimado institucionalmente está condenando al país a una inercia de apariencia inofensiva, pero que tarde o temprano acabará interrumpida por la agudización de los problemas que había que haber enfrentado cuando aún era tiempo. Por otra parte, la irremediable interinidad a la que la falta de sensibilidad institucional de los líderes está condenando al sistema ha provocado una grave devaluación de la política. Gestionada desde los partidos como una rama de la publicidad, corre el riesgo de quedar reducida a una inane combinatoria de siglas que siempre conduce a un mismo resultado: la inacción.
La razón fundamental del estancamiento que padece el país desde hace cuatro años se encuentra en el hecho de que las dos fuerzas mayoritarias en un Parlamento fragmentado, el Partido Socialista y el Partido Popular, han conducido las negociaciones poselectorales con el objetivo de garantizar la investidura de sus respectivos candidatos, posponiendo al azar de imprecisos acuerdos coyunturales la posibilidad de sacar adelante un programa de Gobierno. Las fuerzas emergentes, por su parte, se han dejado seducir por los señuelos del porvenir al precio de perder conciencia de sus límites actuales. En tres elecciones sucesivas, solo han conseguido desde posiciones invariablemente subalternas que el bipartidismo imperfecto sea más imperfecto todavía, pero no que deje de ser bipartidismo.
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Le costará trabajo a un líder como Albert Rivera recomponer el crédito que ha perdido enrocándose en los ataques al Partido Socialista por razones electoralistas y mediante una retórica agresiva que, falta de sustancia política, solo sirve a la causa de la crispación. De igual manera, Pablo Iglesias ha dejado al descubierto una interpretación de qué es gobernar en coalición que se corresponde con su originaria estrategia de ocupar espacios institucionales, pero no con la lógica de un sistema parlamentario en el que dos o más fuerzas están obligadas a pactar para sacar adelante un Ejecutivo. El balance que cabe hacer de lo que precipitadamente se consideró la nueva política no puede ser más mediocre: más partidos no ha significado más pluralismo ni más transversalidad, sino más trincheras y más radicalización.
Dos meses es el plazo del que disponen el Parlamento y todos y cada uno de los grupos para poner fin a la improrrogable situación creada entre todos, aunque con distintos grados de responsabilidad. El presidente en funciones, Pedro Sánchez, cambió de criterio el mismo día de la derrota de su investidura en la Cámara y anunció que intentaría de nuevo el acuerdo como líder de la fuerza más votada. Esta oportuna rectificación fue sin embargo matizada por la vicepresidenta en funciones, Carmen Calvo, al declarar que la salida de una coalición con Unidas Podemos estaba cerrada. El matiz de Calvo importa no por el rechazo de la salida de la coalición como tal rechazo, sino por el hecho de que, al convertirlo en condición, augura que una vez más el Partido Socialista podría anteponer en esta segunda vuelta la negociación de la fórmula de Gobierno a la del programa que propone negociar.
Elegir uno u otro procedimiento de negociación no garantiza un desenlace positivo, pero sí puede impedirlo de antemano. En este último caso, el riesgo al que se expondría al país no es llegar con un Gobierno en funciones a las sentencias del juicio contra los dirigentes independentistas y la posibilidad de un Brexit sin acuerdo. El auténtico riesgo sería llegar en campaña electoral y con un Congreso y un Senado por constituir.
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