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Columna
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Cíborgs

Los problemas técnicos siempre se acaban resolviendo si hay financiación, y aquí es donde entra en escena Elon Musk

Javier Sampedro
Neil Harbisson es considerado el primer ciborg reconocido oficialmente por un gobierno.
Neil Harbisson es considerado el primer ciborg reconocido oficialmente por un gobierno.Cyborg Among Us

Absortos como hemos estado con las celebraciones del pasado de la Luna, casi se nos escapan las del futuro de la mente. Sí, amigos, ha vuelto Elon Musk, el empresario más audaz del mundo, dueño y fundador de la factoría de coches eléctricos Tesla y de la firma de cohetes reciclables SpaceX. Pero esta vez vuelve para ponernos al día sobre su tercera empresa, Neuralink, que seguramente es la más ambiciosa de todas. El objetivo último de Neuralink es convertirnos en cíborgs, organismos híbridos de cerebro y máquina que aspiran a un nivel superior de inteligencia e interacción con el entorno, a reunir lo mejor de dos mundos. Pero ni siquiera Musk sueña con hacer eso de una tacada. Y los pasos intermedios tienen un notable interés.

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Los cíborgs, en el sentido débil de interfaces mente/máquina, ya existen. No son otra cosa los implantes cocleares que están ayudando a miles de sordos a recuperar parte del oído. Son atajos de electrodos que saltan por encima del proceso normal de audición, dañado en estas personas, y mandan señales eléctricas directamente al nervio auditivo, que es parte del cerebro. Lo mismo cabe decir de las rejillas de electrodos que se implantan en algunas personas ciegas, y que también emiten señales directamente al nervio óptico, otra parte del cerebro.

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Los antecesores de los cíborgs también son cada vez más interesantes en los esfuerzos médicos para devolver algo de movilidad a las personas paralizadas. Todo lo que ocurre en nuestra mente —nuestros pensamientos, recuerdos y deseos— es consecuencia de la activación de ciertos circuitos neuronales, formados durante la experiencia y consolidados por su coherencia con otros correlatos neurales del mundo. Esta correlación estricta entre la mente y los circuitos vale también para la voluntad de mover las piernas, los brazos, el dedo índice de la mano derecha y cualquier otra cosa que podamos mover voluntariamente.

Las rejillas de electrodos, por tanto, pueden leer nuestra intención de mover un brazo y, saltándose de nuevo la lesión medular que le impide al paciente traducir esa voluntad en el movimiento que pretende hacer, estimula directamente desde el cerebro un sistema electrónico para mover el cursor de un ordenador, un brazo mecánico, un exoesqueleto o incluso —en muy raras condiciones experimentales— las piernas de carne y hueso del paciente. Es evidente que estas líneas de investigación son aún insatisfactorias, pero también que prometen grandes avances futuros. Lo que nos separa de devolver la movilidad a un paralítico no es una cuestión de principio, sino un mero problema técnico. Los problemas técnicos siempre se acaban resolviendo si hay financiación, aunque tarden cuatro siglos, como en la llegada de los astronautas a la Luna.

Y aquí es donde entra Elon Musk, “el Trump de la tecnología”, como se le conoce en Silicon Valley, según el corresponsal de The Economist en San Francisco. Allí donde los demás ponen 16, 49 o como mucho 64 electrodos en un chip de un centímetro cuadrado, Musk ha conseguido encajar 3.072 electrodos en un dispositivo microscópico; allí donde otros utilizan electrodos rígidos, Musk los inventa flexibles para que no dañen el cerebro; allí donde los cirujanos humanos no dan abasto, Musk ha creado un robot cirujano que inserta seis chips por minuto en un cerebro (de mono, por el momento). El cíborg está cerca.

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