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Columna
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La obsolescencia del bien común

Hoy predomina la política de vuelo raso, pacata, pero, sobre todo, facciosa. Cada actor político solo es capaz de ver su propio interés, no el del conjunto

Fernando Vallespín
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias durante su reunión en el Congreso de los Diputados el pasado 11 de junio.
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias durante su reunión en el Congreso de los Diputados el pasado 11 de junio.Uly Martín (EL PAÍS)

Cuanto mayor es la urgencia por sintonizar nuestras sociedades a los nuevos desafíos, tanto menor parece la capacidad de la política para ponerse a la tarea. El milagro es que hayamos conseguido gestionar los asuntos corrientes desde el 2015, que es cuando de verdad comenzó nuestra ingobernabilidad. La política inercial permite ir tirando, desde luego, pero no sirve para resolver cuestiones de peso, como el conflicto catalán, o emprender las reformas necesarias para afrontar lo que se nos viene encima con el cambio climático o el desarrollo tecnológico.

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Hoy predomina la política de vuelo raso, pacata, pero, sobre todo, facciosa. Cada actor político solo es capaz de ver su propio interés, no el del conjunto. Y actúa en consecuencia. Lo vimos en los pactos municipales, más sintonizados a acceder a las poltronas que a buscar consensos en torno a políticas. Y lo mismo cabe decir de la distribución del poder en las autonomías y, ya más recientemente, en la disputa en torno a un posible pacto para conseguir la gobernabilidad del Estado. Cada cual atiende exclusivamente a su interés particular. El bien común se mide por el rasero del qué-obtengo-yo-a-cambio.

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La política en su acepción más noble es la adición de voluntades para conseguir fines colectivos. Hoy parece predominar lo contrario, la sustracción de voluntades hasta no conseguir la realización de fines particulares. Cuando se pacta no se busca el entendimiento, sino el tratar de maximizar el interés de cada parte. Cada cual saca sus escaños a subasta para ver cuánto pueden conseguir a cambio de ponerlos al servicio de lo presuntamente común. O, lo que es lo mismo, cada escaño tiene un precio, si no lo pagas no puedes contar con él.

Lo interesante del caso es que lo hacen con total impunidad; es decir, presumen estar avalados por sus propios votantes. Es más, se ven casi impelidos a actuar en esta línea porque ha acabado por extenderse una visión del adversario político como puro enemigo. ¿Y quien pacta con el enemigo? Este es el residuo que ha dejado tras de sí la nueva ola populista, que ha contagiado a los demás partidos su visión schmittiana de la política y la glorificación del enfrentamiento existencial. La polarización sataniza a los adversarios e inmuniza, en consecuencia, frente al entendimiento. Las palabras, los relatos, importan. Son actos performativos. No es fácil pactar con alguien al que previamente has calificado de felón. Y esto hace que se cree una burbuja en el precio de los escaños si se busca la transversalidad.

Menos mal que nos queda Dinamarca, cuyo último pacto de gobierno es envidiable y muestra que otra política es posible. No por casualidad Fukuyama usaba el “llegar a Dinamarca” como metáfora de la persecución del buen gobierno. Hoy por hoy nos separa de ella casi lo mismo que la distancia geográfica. Pero, una nota final de optimismo: al pueblo español ya se le está acabando la paciencia. Se extiende esa idea tan nuestra de que los políticos no se están ganando el sueldo. Y, sobre todo, que es preferible la gobernabilidad a torcer el brazo al enemigo. Aviso a navegantes.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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