Tan Bosnia como eres
Miles de familias bosnias viven en la pobreza, sin poder superar los temores y secuelas de la guerra
La guerra que te parió. Naces, miras, temes y caminas sobre el miedo de sentir balas, de pisar minas, de estallarlas. Pudo ser la avaricia imperial de cierta nostalgia yugoslava, o pudo ser la brasa de una hoguera multiétnica que durante siglos entremezcló bosniaks, otomanos, albaneses, serbios, croatas y romaníes. Incluso pudo ser la pasividad de los cascos azules aliados dirigidos por corbatas negras siempre activas para liarla. 25 años después, la disolución del rencor es solo una aspiración insegura de sí misma.
De Bosnia y Herzegovina quedó un solar, dos repúblicas tan antagónicas como indescifrables para el ojo ajeno: la Bosnia y la Srpska, que por política y ADN es más serbia que el Estrella Roja de Belgrado. Es como si en 1814, Francia hubiera dejado Navarra y Aragón a su nombre. Pero ni esto es Valençay, ni Milosevic era Bonaparte. Casualidades de la vida, el bar más 'fancy' de este pueblo, Velika Kladusa, se llama Napoleón. Es el más caro, un plato combinado de çepavi, pomes y sampijnoni puede costar tres euros, “pero no pasemos miseria” -piensan las familias mejor avenidas del cantón Una Sana, tan deprimido económicamente que a su lado los números de Sarajevo parecen los de Tokio.
Dos de cada diez familias bosnias viven en la pobreza. De las ocho restantes, cinco viven en el filo; una mala cosecha les podría hundir en la pena. Mayoría rural (60%), curtida en mil bombardeos y cuchilladas, que no se deja engañar por el sueño urbano, mientras su juventud mira al cielo buscando solución para su único récord: Bosnia y Herzegovina es el país con mayor ratio de paro juvenil en todo el planeta. El 46.7% de los chavales y chavalas entre 15 y 24 años no encuentran empleo, y no es que no lo busquen, es que no lo hay.
Con este percal al hombro y un pañuelo sobre el cráneo, sale la viejita al huerto, llenito el hatillo de miedos postraumáticos por una guerra salvaje, comanche y sin piedad. Cuatro ayudas mal tiradas la permiten subsistir matando pollos y arrancando pimientos. Milagros agrarios de un siglo XXI dominado por la industria del nepotismo, la corrupción y el mercado negro. Ella ara la tierra con la fatiga que promete la soledad. Vecinos que murieron, otros que marcharon, a Alemania, ojalá, a Eslovenia, otros tantos, por miles. En 1990, 4.3 millones de almas bosnias vivían este barro. 15 años después del último disparo, el que no sonó, quedaban tres millones y medio. Lo que era un país se transformó en una rampa de lanzamiento: 115.000 personas fueron desplazadas de su lugar por el miedo a morir, y un cuarto de siglo después, 99.000 siguen sin volver.
De las ocho restantes, cinco viven en el filo; una mala cosecha les podría hundir en la pena.
Entonces ella no se lo cree, cuando se gira y ve llegar a uno, dos, tres magrebíes, mochila al hombro, agónicos al saludarla, pensándose estar de paso, esperando no volverla a ver. Luego diez afganos, jóvenes, sonrientes, cagados de miedo y determinación. Tras ellos una familia siria, con cuatro hijos, el bebé tiene seis meses y en su vida ha tenido más infecciones de orina que alegrías. Ella mueve dedos matemáticos, haciendo la cuenta: “Van 19, y siguen llegando, 91, 190, 910, 1190…, oh, Alá mío, ¿qué va a ser a nosotros? Soy bosnia, soy migrante y pobre de caridad, como estos vengan a repartir el hambre, nos quedamos sin cenar”. Y por ahí les ve alejarse, entre pinos violadores de robles, camino de la Croacia, de otra vida mejor de la que esta tierra les puede brindar.
Pero no hay manera, los mismos 19 vuelven cinco días después, ahora sangrando, cojeando, llorando la ansiedad del desprecio. Cientos de almas, Argelia, Túnez, Pakistán, India, Irán, Somalia, Yemen…, almas rebotadas por la policía croata, eslovena, italiana, que no les dice “sí” ni tampoco les dice “no”. Les da cuatro hostias, les rompen el móvil, les niegan el legítimo derecho a solicitar asilo, les roban el dinero y esputan “tira, anda, aquí no hay nada de qué hablar”. En esto último tienen razón, en el resto no. Es ilegal, es inmoral, es… que uno siente orgullo cuando ve a esa anciana y a otras muchas familias bosnias abriendo sus puertas de madera carcomida para invitarles a pasar y darse una ducha en esa bañera barroca de ladrillo visto porque no hay plata para alicatar. Uno admira a Zahida, la maestra de la escuela, cuando se infiltra por la noche entre las casas ruinosas y reparte sacos de arroz y mantas para que magrebíes, sirias y afganas, sepan que ni están solas ni lo van a estar.
Aquí en Bosnia, a la gente de No Name Kitchen no nos importa lo que diga el pasaporte. Si eres rica, pobre, yemení, bosnia o selenita, aquí, a tantas almas juntitas, esta cosa tan linda de ayudarnos las unas a otras no hay racismo ni egoísmo que nos lo vaya a quitar.
* Ricardo Fernández es voluntario de No Name Kitchen en Velika Kladusa.
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