Ataúd
Resulta más difícil cambiar de prosa que de zapatos
Encontré en la calle un bolígrafo que no era ni caro ni barato, ni bonito ni feo, ni de derechas ni de izquierdas. Un bolígrafo de centro, diríamos, con un corazón dibujado en la carcasa. Deduje que podría haber pertenecido a una adolescente con la que enseguida comencé a fantasear. Una adolescente con la mochila a la espalda, yendo y viniendo del colegio, merendando colacao y escuchando música con los cascos puestos. Una adolescente entre rebelde y sumisa, entre atrevida y asustada, entre guerrera y apática. La imaginé escribiendo una redacción para la clase de Lengua con aquel bolígrafo que ahora tenía yo sobre mi mesa, junto al cuaderno de apuntes. Empecé a usarlo enseguida, alucinando con la posibilidad de que se me contagiara el estilo de la chica. Necesitaba que saliera de mí una prosa ingenua a la vez que rabiosa; inocente al tiempo que colérica.
Pero no salía nada que no me sonara a mí mismo. Resulta más difícil cambiar de prosa que de zapatos. La prosa nueva aprieta, duele, te hace daño en los dedos y en el talón de la conciencia. Eso era lo que perseguía yo: una escritura que me hiciera daño. Después de llenar diez páginas de un cuaderno que estrené para el bolígrafo, empezaron a surgir frases que no reconocía como propias. Sin duda, me dije, son de la joven, que ahora estaría cepillándose los dientes para irse a la cama. La tinta del bolígrafo tenía un tono rosado, como la sangre de las encías. Me gustó la idea de una prosa con gingivitis, de una prosa periodontal, algo inflamada. Cuando empecé a coger carrerilla, porque era el bolígrafo el que movía mi mano, se acabó la tinta en medio de una oración desesperada y ahí se terminó la aventura. Conservo el bolígrafo vacío como el ataúd de una idea muerta.
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