Lo que se juega
A la sacralización del fútbol se han ligado las casas de apuestas desde hace años con el resultado esperado: una bomba de relojería
Yo entiendo la sorpresa porque en un negocio tan limpio y sujeto a rígidas morales como las apuestas, habitado normalmente por empresarios tan comprometidos con sus ganancias como con su comunidad —esa clase de entrepreneurs solidarios y atentos a los equilibrios sociales—, se haya descubierto que, a las faldas de un negocio gigantesco que promete dinero por la vía rápida, haya gente haciendo trampa para ganarlo por la vía más rápida aún. Mediante algo que aún no había llegado a España y que, por tanto, ha provocado innumerables sofocos: la corrupción. Resulta que se podían corromper importantísimos cargos políticos para amañar contratos de obra pública, pero hay escándalo porque lo hagan futbolistas del montón para amañar partidos cuyo resultado les da igual.
No sé si se trata de la célebre ingenuidad española, esa que todavía cree que hay cosas intocables y no son la educación ni la sanidad, sino el fútbol, o el hecho de tener aún en el deporte y sus márgenes, precisamente, el depósito de fe que se ha perdido en universos mucho más desprestigiados. Aquello de José María García a Pedro Simón en El Mundo, reconociendo no haber dado dos exclusivas relacionadas con triunfos históricos del deporte español por el enorme desencanto que hubieran generado. Uno se puede imaginar (solo imaginar, porque no ocurrió) a un periodista teniendo el caso Bárcenas y no darlo por presiones del poder, pero no para no decepcionar a todo un país. Algo que lleva a otra reflexión: la fortaleza de un orgullo español construido por sus éxitos deportivos, de tal forma que, si por defender la Constitución se llamó a filas al periodismo, qué no se le pediría a los diarios si aparece un positivo de un futbolista de la selección que tumbase, con su publicación, la Copa del Mundo.
Tiene que ver. Los clubes de fútbol de cada ciudad generan tanto respaldo social como laxitud a la hora de enfrentarse a castigos por infringir la ley que en cualquier otro caso no levantaría ningún debate. Y a esta sacralización se han ligado las casas de apuestas desde hace años con el resultado esperado: una bomba de relojería. Que tiene consecuencias sociales: si tienes un sueldo pequeño, se puede multiplicar por dos o por cuatro en 90 minutos: 90 minutos en los que poder ganar más que trabajando 12 horas al día. Viendo fútbol, por supuesto. De ahí que el poder omnívoro de las casas de apuestas, que patrocinan desde clubes hasta competiciones, se asiente sobre los barrios de empleos más precarios y de familias más necesitadas: tradicionalmente el dinero pobre se acaba mezclando con el dinero rico. Afición, desesperación, ocio y, en un sorprendente giro de guion, estafa algunas buenas tardes.
“Esperemos que no sea demasiado tarde cuando nos enteremos de que no deberían ser así las cosas”, dijo esta semana Dani Giménez, portero del Deportivo de La Coruña. Se trata de un discurso sorprendente, por valiente, desde el ojo del huracán. Las cosas, incluido el fútbol, son generalmente limpias, pero no limpias todo el tiempo. Lo que ofrecen las apuestas al aficionado es sentirse tan parte de la competición que pueda ganar dinero con los partidos como un futbolista, salvando distancias peculiares. Puedes no solo ver partidos de fútbol en los que sientas los colores, sino aquellos en los que sientas también la cartera. Que de repente ese espectáculo tan grande ofrezca dividendos a cualquiera no solo obliga a pararse a pensar cuánto están ingresando de quienes pierden su dinero sistemáticamente, sino por qué no se van a prestar intermediarios, futbolistas y apostadores a repartirse la tarta a espaldas de los demás.
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