Siglos
Me propongo vigilar la aparición de ideas intrusas en mi cerebro, pero siempre me engaña
Me acuerdo, sin venir a qué, de la revolución cubana. Voy en el autobús, por ejemplo, observando los tristes edificios de la periferia de Madrid, y de súbito me viene a la memoria la revolución cubana. Vigílate, me digo. Me vigilo, espío mi cerebro para descubrir qué rayos ha desatado esa memoria sin hallar nada que lo justifique. Rarezas de la masa encefálica, pienso, que creemos que es nuestra, aunque tiene zonas que no nos pertenecen. Miro a mi alrededor, a ver si adivino quién detenta la parte de ella que ha recordado la revolución cubana. No esa joven que lleva un lazo rojo en el pelo, ni ese señor sin afeitar, ni este cojo de mediana edad al que acabo de ceder el asiento, ni el niño que me observa cogido de la mano de su madre. Tal vez, pues, este recuerdo de la revolución cubana me pertenezca a mí. Lo que me pregunto es por qué me asalta cuando le da la gana a él, al recuerdo, y no cuando lo reclamo o lo necesito yo, en el caso de que recordar la revolución cubana constituya una necesidad. Un producto de primera necesidad. El pan, me digo, es un producto de primera necesidad. La revolución cubana, no. No ahora al menos. Fue un producto de primera necesidad durante la segunda mitad del siglo XX, del que parece que han pasado mil años. Y yo con ellos, con los mil años. Esta sensación de que han pasado siglos se debe a la sublevación digital, que lo ha puesto todo patas arriba, alejándonos de la Historia. La Historia, observada desde las nuevas tecnologías, parece una ilusión óptica, como el cine, donde la apariencia de movimiento es el resultado de hacer desfilar muchas fotografías ante los ojos a una velocidad equis. Me propongo vigilar la aparición de ideas intrusas en mi cerebro, pero siempre me engaña.
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