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Museos: de reducto para intelectuales a objeto de deseo para millones de personas

Hace 30 años los museos eran un reducto para intelectuales. Hoy son un objeto de deseo para millones de personas. ¿Morirán de éxito?

ILUSTRACIÓN DE ANA JUAN
Félix de Azúa

QUIZÁS A LOS LECTORES más jóvenes pueda extrañarles, pero hace 30 años las visitas a museos eran escasas. Recuerdo haber recorrido los pasillos del Louvre durante horas sin cruzarme más que con media docena de visitantes. El suelo aún era de madera y un conspicuo crujido avisaba de la presencia de algún colega.

Eso era antes de 1987, cuando Mitterrand tuvo el capricho de cubrir el patio central del grandioso palacio con una pirámide de cristal para desconcierto de un arquitecto, el doctor Pei, que no veía la necesidad de arrojar un sólido cristalino en medio del más imponente conjunto barroco de Francia. Pei miraba al norte, al sur, al este y al oeste y todo era grandioso, glorioso, estelar. Luego volvía a mirar y ya solo veía cuatro caras de Mitterrand como cegadores soles en los cuatro puntos cardinales. El capricho del gran estadista, como él proyectaba, se convirtió en un atractivo de masas.

Así se construyó la pirámide y comenzó la afluencia masiva hasta convertir el Louvre en uno de los lugares más inhóspitos de París. Quizás esa era la voluntad oscura de Mitterrand, desviar a las masas de sus desvelos reales y reducirlas a una ameba globulosa que fluyera por las galerías palaciegas, se amontonara ante La Gioconda y luego se esparciera por salas egipcias o romanas hecha un lío.

El último proceso de masificación llegó en la segunda mitad del siglo XX, cuando los precios de las obras de arte alcanzaron cifras inverosímiles

Fue otro político, Napoleón Bonaparte, quien lo había inaugurado con esa inteligencia para lo que se avecinaba que le iba a convertir en el primer dictador del continente. Su visión del porvenir le había convencido del atractivo que tendría para la nueva y triunfante burguesía mostrarle las lujosas colecciones que se habían ido acumulando en los palacios gracias a la pulsión anal de reyes, príncipes, condes y obispos. Napoleón abrió el primer museo público del mundo y lo llamó, como es de justicia, Museo Napoleón. Las élites cultas, las clases elevadas, la burguesía rica y parte de la clase media incipiente se precipitaron para ver los tesoros de la corona de Francia y constatar que ahora eran suyos, es decir, de la Administración.

En la senda de Napoleón, o más bien de su hermano José Bonaparte, Fernando VII abrió el Museo del Prado con parte de las colecciones reales, quizás porque José ya lo había hecho. Un monarca tan poco respetuoso con la cultura está en el origen de uno de los mejores museos del mundo.

Visitantes en la exposición sobre Van der Weyden en el Prado en 2015.
Visitantes en la exposición sobre Van der Weyden en el Prado en 2015.ÁLVARO GARCÍA

En su primer momento, en el renacimiento, los visitantes de aquellos tesoros fueron numerosos pintores o cronistas que gozaban de un permiso para entrar en las galerías del poder. Allí instalaban sus escritorios o sus caballetes para copiar durante meses. Entonces la copia no estaba prohibida sino todo lo contrario, había una fuerte demanda para regarlas por los distintos palacios. Este tipo de visitante continuó afluyendo al museo hasta el día de hoy, aunque la copia está muy regulada cuando no prohibida. A ellos se unieron, ya en el siglo XVIII, los estudiosos y una considerable cantidad de aficionados que los ingleses llamaban connoisseurs seguramente en plan de mofa. De un modo acelerado, a esa primera tanda de turistas se fue añadiendo la sociedad acomodada de las ciudades. Para ellas era un rasgo de elegancia exhibir una distinguida cultura. Son los célebres flâneurs de Benjamin, aunque se le olvidó advertir que buena parte de ellos eran mujeres a las que podía verse por las galerías del Louvre vestidas con esmero y sin quitar ojo a otras señoras elegantes que por allí paseaban. En un célebre cuadro las inmortalizó Degas: una sentada leyendo el cataloguillo que se vendía a la entrada, pero mirando de reojo el atuendo de otra dama extasiada ante una obra maestra. La escena ha servido a muchos estudiosos, desde T. J. Clark hasta Bourdieu, para determinar el uso de las imágenes como objeto de consumo social. Ese consumo, a su vez, da información utilísima sobre los cambios sociales. El renacimiento del Greco, por ejemplo, en la primera mitad del siglo XX y su posterior glorificación por parte de la generación del 98 dan idea del fenomenal cambio intelectual que se había producido en España.

Por último, ya en el siglo XX y a partir del uso espectacular de los museos, comienza la llegada de océanos de visitantes y turistas. Es el explosivo momento de los nuevos museos tipo Guggenheim de Bilbao, cuya carcasa es ya de por sí un atractivo fotogénico, o la ampliación de Moneo en el Prado y tantas otras que muestran a los museos como los únicos monumentos que aún siguen vivos y en crecimiento. Millones de visitantes ocupan el Museo del Prado y eso le ha permitido sobrevivir. Sin embargo, aún tendrá que ampliarse más si quiere mostrar los tesoros que aún guardan sus sótanos. Quizás el espléndido Salón de Reinos, espacioso y con perfecta luminosidad, pueda convertirse en una ampliación valiosísima.

Uno de los elementos más activos en la creación de masas interesadas por el arte fue el escándalo. En una inesperada confluencia se juntaron los aires de rebeldía y marginalidad de los artistas románticos con una creciente admiración de las masas. Cada escándalo atraía avalanchas de curiosos. Uno de los primeros y mayores fue la exposición de la Olympia, de Manet, en el Salón de 1865. Venía precedida por el anterior escándalo, Le Déjeuner sur l’Herbe, y si en este se veía a dos caballeros impecablemente vestidos junto a una mujer desnuda sobre un prado, en el otro figuraba una mujer tendida en el sofá, desnuda y con una camarera negra ofreciéndole un ramo de flores. Los burgueses de París se amontonaban para mirar horrorizados aquellas imágenes sin duda prostibularias. Las señoras giraban la cara con gesto de asco o amenazaban el aire con sus paraguas. Aquella escandalera atrajo cientos de miles de nuevos aficionados.

El museo Guggenheim Bilbao, de Frank Gehry, inaugurado en 1997.
El museo Guggenheim Bilbao, de Frank Gehry, inaugurado en 1997.GETTY IMAGES

Por un efecto de rebote, a partir de aquel momento cualquier obra de arte que tuviera intenciones de pasar al museo había de presentarse como un insulto, un regüeldo, una agresión. Así que Les demoiselles d’Avignon, de Picasso, o el urinario de Duchamp (Fontaine), gracias al espanto que produjeron entre los entendidos y periodistas, contribuyeron a que las masas se aficionaran.

En la segunda mitad del siglo XX se produjo el último proceso de masificación, cuando los precios de las llamadas “obras de arte” alcanzaron cifras inverosímiles. Las cantidades que se pagaban por un van gogh o por un cézanne eran tan salvajes que no podían corresponder a un objeto perfectamente inútil. Mucha gente que jamás había sentido la menor curiosidad por el arte de la pintura comenzó a entrar en los museos para ver qué eran aquellas cosas que valían como 10 o 12 Ferrari. Algo tan inmensamente caro tenía que ser, pensaban sin mucha relación lógica, algo excelente.

La pirámide de cristal del Louvre, obra de Ieoh Ming Pei (1989).
La pirámide de cristal del Louvre, obra de Ieoh Ming Pei (1989).GETTY IMAGES

Esta curiosa deriva de las colecciones reales hacia el espectáculo de masas obliga a plantearse la pregunta definitiva y es: ¿para qué sirve un museo? Pues en su sentido serio, como depósito del pasado, es uno de los lugares donde puede explorarse lo que los humanos han deseado o sabido sobre su existencia. Solo accedemos al mundo mediante tres sabidurías: las religiones, las ciencias y las artes. Las religiones nos sitúan en el cosmos y anuncian un destino, pero son poco apreciadas en Occidente. Las ciencias no explican el mundo, lo describen, y eso no es un saber, pero consuela. Las artes son las que ofrecen el ser del mundo porque, aunque pueda parecer que primero es un caballo y luego viene la copia de ese caballo, la operación es la contraria: solo conocemos al caballo una vez lo hemos representado, como en las cuevas de Chauvet hace 30.000 años, y a esa figura la hemos llamado “caballo”. Valga decir que el museo encierra la sabiduría de los muertos, tan esencial para nosotros como la enseñanza de nuestros padres.

Sin embargo, por otra paradoja, los museos crecieron hasta hacerse insostenibles. Su presupuesto provocaba el horror de la Hacienda. No obstante, sucedió que al mismo tiempo se inventaba la llamada industria del ocio, cuyo rendimiento dependía de entretener a una enorme cantidad de gente vacante o jubilada, asunto de difícil satisfacción. Una vez incluidos los museos en las visitas turísticas junto a las playas, los centros deportivos, los restaurantes y los grandes almacenes, el problema económico empezaba a resolverse. Las exposiciones del Prado, como las grandiosas de Velázquez, El Bosco o el Greco, han puesto a la institución en el mapa internacional de lo indispensable.

Hoy día ningún museo del mundo podría subsistir sin tener sus salas tan repletas de visitantes como una discoteca. Los museos son las catedrales laicas de las grandes capitales. Y celebran misa todos los días del año. 

Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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