De Nadal a Rosalía: ¿son los españoles universales tan universales como creemos?
Somos un país que se debate entre el patriotismo y los complejos. Lo primero nos sirve para sacar pecho del éxito internacional de artistas de aquí que no conoce nadie en el extranjero, y lo segundo para negárselo a otros que sí son aclamados fuera
Con el deporte ha sido, al menos desde principios de los noventa, más fácil que con la cultura. Del “¿español? ¡Indurain!” de aquellos años, hasta el “¿español? ¡Fernando Alonso!” de 2006, el “¿español? ¡Pau Gasol!” de 2010 o el actual “¿español? ¡Rafa Nadal!”. Existe un continuo de éxitos de deportistas patrios en el extranjero que es solo cuestionable desde las fobias personales o algunas decisiones –tributarias, políticas, incluso sentimentales, si usted es de esos– tomadas por los protagonistas que podrían romper el consenso casi popperiano que existe a su alrededor.
“Luis Buñuel fue una referencia surrealista para varios cineastas contemporáneos. y Pedro Almodóvar también: le pones un plano de una película de Almodóvar a un cinéfilo finlandés, o estadounidense, y lo reconoce”, dice Javier Ocaña
Un consenso más fácil de armar, pues el deporte lleva la competición en su idiosincrasia. La cultura, no. Cuando se la arrastra a la competición y se la cuantifica, normalmente se la destripa de parte de su naturaleza. Con los premios se convierte en deporte. Con la facturación se transforma en negocio. Así, con cineastas, artistas plásticos, músicos o chefs la cosa se vuelve bastante más complicada.
¿Realmente Rosalía está triunfando de manera inapelable en medio mundo? ¿Debemos emocionarnos porque Tarantino haya incluido un tema de Los Bravos en la banda sonora de su nueva cinta? ¿Son todos los ingleses hoy fans de Sorolla gracias a su muestra en la National Gallery? ¿Los yanquis se han rendido a Miró tras ver su obra expuesta en el MoMA? ¿En todos los hogares, desde Suecia hasta Indonesia, hay un libro de recetas de Ferran Adrià?
“Estoy sorprendido con la reacción del público. Ha sido increíble”, apunta Chris Riopelle, comisario de Sorolla: Spanish Master of Light (Sorolla: maestro español de la luz), que puede verse en la londinense National Gallery hasta el 7 de julio. “Pero lo que más me ha sorprendido en este trayecto ha sido descubrir que la última vez que se mostró su obra en Londres fue en 1908”. Tal vez con el fin de escenificar esta anomalía, o para recordar a los ingleses que es la muestra de un español, la Reina Letizia llegó a la inauguración con algo más de 20 minutos de retraso.
La esperaba el príncipe Carlos. “Tener a miembros de la realeza apoyando este evento fue muy importante, casi abrumador”, recuerda Riopelle. “Quise que se viera que Sorolla podía tener un interés internacional, sobre todo, en lo referente a su técnica, pero también que era un pintor español. Por eso la primera obra que se ve es un desnudo que creo que explica cosas sobre su país”. Aquí es cuando el patriotismo puede venirse arriba, pero la realidad contextualiza las emociones.
Algunas críticas en medios británicos como The Guardian o The Independent no han sido especialmente amables con Sorolla y, además, su exposición, cuenta Riopelle, es parte de una nueva política de la National Gallery de abrirse a pintores de territorios no representados habitualmente en este espacio. “Hemos tenido muestras de alemanes, o incluso australianos. Eso sí, me gustaría poder volver a trabajar la obra de españoles poco conocidos aquí, como Fortuny”.
Anne Umlund ha comisariado The Birth Of The World (Nacimiento del mundo), la muestra de Joan Miró en el MoMA de Nueva York. La idea detrás de la exposición del catalán, la primera en décadas en esa metrópoli, tiene que ver menos con un desagravio hacia los creadores españoles y más con la opción de presentar su mayúscula obra a las nuevas generaciones.
“Creo que lo que más nos interesaba era que la gente más joven pudiera familiarizarse con su trabajo. No puedo hablar en nombre del público estadounidense, pero sé que, además de Picasso o Dalí, aquí se reconoce a Tàpies y a Miró, aunque hay que exhibir sus obras con regularidad, recordar por qué son atractivos. Su lenguaje es local y universal a la vez, abstracto pero reconocible. Hay algo muy mediterráneo en Miró, pero no es turístico”.
Entonces, para ser universal, ¿qué es mejor? ¿Presumir de procedencia o tratar de ocultarla y hacerse comprensible en el lugar de destino? “La vocación global siempre es peligrosa, pero allá cada cual con su proyecto y su dinero. Aunque fíjate en Roma, La gran belleza o Ida. Éxitos internacionales recientes que no tienen nada de globales. La autenticidad es mucho más importante que el afán globalizador”, explica Javier Ocaña, crítico de cine, uno de los campos en los que este debate entre lo local y lo global más vivo está.
Es el cine también uno de los terrenos en los que más desajuste existe entre lo que creemos que se sabe fuera y lo que de verdad se conoce. Empecemos por lo anterior: “Luis Buñuel, referencia surrealista para variados cineastas contemporáneos, y Pedro Almodóvar: tú pones un plano de una película de Almodóvar a un cinéfilo finlandés, japonés o estadounidense, y le reconoce. Carlos Saura también lo fue en los sesenta y setenta, con reiteradas participaciones en Cannes y en los mejores festivales. Ahora creo que está bastante olvidado, aunque una de las mejores salas de cine de autor de Londres tiene una foto de Cría cuervos maravillosa en su vestíbulo”, recuerda Ocaña.
Y ahora, los desajustes: “Hay mitos españoles que son grandes desconocidos fuera. Por ejemplo, Berlanga. En Story of film, maravillosa serie sobre la historia del cine de Mark Cousins, se habla de la comedia negra española durante el franquismo, pero se centra en El cochecito y Marco Ferreri”.
Dicen que la mejor manera de llegar al corazón de una persona –incluso británica– es por el estómago. Y esa parece que fue la táctica utilizada por España para ganarse el favor del mundo este siglo. Es lo más cerca que hemos estado de tener una Nouvelle Vague, un Swinging London o un Hollywood.
Pau Casals o Xavier Cugat fueron inapelables, pero con ‘La Macarena’ y Las Ketchup trascendimos el mercado de habla hispana no a través de nuestra manera de entender lo musical, sino a través de nuestra forma de entender las bodas y los bautizos
Hay un nombre propio que lideró aquella revolución de la nueva cocina española. “Ferran Adrià no sólo puso de moda la innovación, sino que impuso un ritmo de renovación total de cartas y propuestas a los restaurantes de alto nivel desconocido hasta el momento. Más allá de Adrià, yo destacaría tres cocineros que no sé si se pueden considerar universales, pero que sí son conocidos fuera de nuestras fronteras: José Andrés, mucho más popular en Estados Unidos que Adrià, aunque poco fuera de allí, y con una figura que trasciende lo estrictamente gastronómico para acercarse al estatus de celebridad; Juan Mari Arzak, que como hombre clave de la nueva cocina vasca cuenta con su predicamento en Europa, y José Pizarro, el cocinero español más famoso del Reino Unido”, apunta Mikel Iturriaga, director de El Comidista.
Han pasado los años y los chefs, pero con la cocina nos hemos instalado en un estado de efervescencia eterna que elimina del discurso los matices necesarios para convertirlo en realista. “Lo que pasa en la cocina me recuerda a cuando algunos grupos españoles en los noventa tocaban en Reino Unido. La prensa de aquí lo vendía como si fuera la bomba, y resultó que actuaban en salas de 100 personas y eran todos españoles”, recuerda Iturriaga. “Con ese ombliguismo del ‘como en España no se come en ningún lado’, tendemos a creer que las estrellas de nuestra cocina son reverenciadas fuera y que lo que se hace aquí es seguido con admiración en el extranjero, y no. La gastronomía española tiene buena reputación internacional, pero mira lo que le pasó a Dani García con Manzanilla en Nueva York [duró un año] o a David Muñoz cuando abrió StreetXO en Londres: la crítica lo puso a bajar de un burro, y no se dejó impresionar por sus tres estrellas Michelin en Madrid. A ver qué pasa con el Little Spain de los Adrià y José Andrés en Nueva York: ojalá funcione y rompa el maleficio”.
En la música el tema siempre ha sido bastante más complicado. Inapelables fueron Pau Casals o Xavier Cugat. Luego, cuando la música se hizo algo popular, o si quiere usted, pop, la influencia global llegó de la mano de La Macarena o Las Ketchup. Trascendimos el mercado de habla hispana no a través de nuestra manera de entender lo musical, sino a través de nuestra forma de entender las bodas y los bautizos. Tal vez por esos traumas cuesta asumir que nuestro músico más internacional sigue siendo Enrique Iglesias.
Pero las cosas, sobre todo en este último año, han cambiado a mejor. En el universo indie, la banda madrileña Hinds ha logrado infiltrarse en el circuito internacional de forma incontestable. Pero no ha sido fácil. Joan Vich Montaner, director de Ground Control, la agencia de management que las descubrió, lo recuerda: “Aquí no se lo podían creer. Muchos pensaban que había una especie de mano oscura que mecía la cuna. En el extranjero siempre se las ha recibido como un grupo internacional. En este circuito es igual que seas polaco, sueco o finlandés”.
Quien sí ha convencido al público y a la industria internacional ha sido Rosalía. Encarna el primer fenómeno musical español que se ha adaptado a las nuevas realidades y que ha logrado trascender sin ser un sucedáneo de paella, pero tampoco intentando ser una cheeseburger. Si se saca la cabeza de cómo era la música en el siglo XX y se respira hondo se entiende su éxito. No es tan complicado.
“Ella es Madonna”, interviene Vich, también responsable de contratación del Festival Internacional de Benicàssim. “No va a parar. Tiene el talento y la mente. Hablo con muchos festivales de fuera y todos la quieren. Y lo digo sin que me pague nada Sony [el sello para el que graba la catalana]. Ni a mí ni al que programa un festival en Australia y la quiere. Todos están locos por ella. El año que viene será aún más grande”. Bienvenidos a la era del “¿español? ¡Rosalía!”.
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