_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Diminutiva

Si existe una “derechita cobarde” significa que hay otra capaz de todo

Marta Sanz
El líder de Vox, Santiago Abascal, en Madrid, el pasado 8 mayo.
El líder de Vox, Santiago Abascal, en Madrid, el pasado 8 mayo. Inma Flores (EL PAÍS)

Al comenzar a escribir esta columna no sabía si titularla Pulgarcita, Morfológica o Chiquitita en homenaje a aquellos maravillosos años de ABBA, grupo musical con museo en Estocolmo. Después, me acordé de que, cuando era jovencita —diminutivo que expresa tamaño y nostalgia—, comencé a ganarme la vida como profesorcita —diminutivo de autocrítica despectiva— de español como lengua extranjerita —diminutivo absurdo—. Yo he hecho por el Imperio más que quienes lo invocan nostálgicamente por la mera circunstancia de lucir pomposos apellidos compuestos que a veces incluyen palabras del inglés. O apellidos confesionales. Me gustaba impartir la lección sobre el diminutivo que, como ustedes sabrán, cuenta entre otros valores con el de la expresión de tamaño, afecto o el uso despectivo. La palabra perrito tiene matices diferentes en “¡mira, un perrito pequinés!”, “mi perrito es el más guapo” o “ese perrito no me gusta un pelo”. A lo mejor el perrito al que se alude es el mismo, pero el diminutivo —como las metáforas o la confusión intencionada entre género biológico y gramatical— explica y define la realidad de modos diversos. Por esa razón, me quedo impresionada cuando, desde uno de los partidos de la ultraderecha española, se habla de “veletitas naranjas” o “derechita cobarde”. Entre ellos se ridiculizan, se desprecian con suavidad, miden sus magnitudes hoy un poco mermadas y, en el fondo, se quieren e interpelan afectuosamente. Para la izquierda no hay diminutivos. La izquierda es dictadura y adoctrinamiento progre. El insulto de taberna y con mayúsculas. Las madres de izquierdas arrojan a su prole a los contenedores de basura.

La existencia de una “derechita cobarde” implica que, al otro lado del espejo, en el lado no deformante, recto y temible, en el lado que casi no nos atrevemos a someter a escarnio, habita una derechona valiente capaz de cualquier cosa: pedir los nombres de las personas empleadas en las unidades contra la violencia de género, identificar delincuencia e inmigración, defender los grandes patrimonios, profundizar en las diferencias de clase, conceder rebajas fiscales a las capas más privilegiadas de la sociedad, jalear un tradicionalismo alcanforado, abogar por la derogación de la Ley de Memoria Democrática, dinamitar las posibilidades de diálogo territorial, cuestionar la libertad sexual y reproductiva de las mujeres, convertir a los homosexuales y lesbianas en ciudadanía de segunda, promover un modelo único de familia, meter miedo, subrayar el discurso del odio, apelar a las pasiones más bajas, resucitar fantasmas, contar mentiras tralará, pedir la eliminación de sindicatos y subvenciones a ONG y asociaciones ideológicas —todo es ideológico menos su propia ideología: la caza es simplemente caza, Dios es Dios, pero el feminismo es un retorcimiento ideológico—, dar un giro confesional a la enseñanza a través de una supuesta libertad de elección, adoctrinar en una moral y un pensamiento únicos diciendo que se hace lo contrario, crear necesidades espurias en un país donde los adolescentes no entran en los institutos pegando tiros ni nadie saca la pipa en las reuniones de comunidad. Lo más perturbador es que la “derechita cobarde” no pondría peros a muchas de estas medidas y pacta con la derechona valiente fingiendo taparse la nariz. Lo más perturbador es que la recreación de un lenguaje de propaganda política, con guiños humorísticos, casi consigue hacer simpático el retorno de la momia. En este país —yo soy españolísima— nos gustan mucho la campechanía y los futbolistas chistosos. Disculpen las gracietas, adiosito y a seguir bien.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_