Un denisovano en el Tíbet
La capacidad predictiva de la genómica gana puntos con el hallazgo de una mandíbula rota
Los lectores interesados en la paleontología estarán ya acostumbrados a la riqueza de conocimiento que los arqueólogos saben deducir de un trozo de pie fosilizado, que puede revelar el hábitat arbóreo o bípedo de su extinto propietario, o de media muela cariada y mal conservada que tal vez delate su pertenencia al género Homo. Sí, ese género del que ahora somos los únicos representantes, pero que hace solo 100.000 años compartíamos con otra media docena de especies, que sepamos hasta ahora. La más misteriosa de ellas son los denisovanos, de los que hasta ahora solo habían aparecido unos cuantos huesos fragmentarios en la cueva siberiana de Denisova, y que en realidad nunca se habrían asignado a una nueva especie de no ser por que se pudo leer su genoma. Lee en Materia cómo un nuevo y humilde fósil hallado en el Tíbet, un mero pedazo de mandíbula, ha hecho avanzar el conocimiento sobre nuestra evolución de una manera deslumbrante. Es lo que tiene la paleontología, sobre todo cuando está ayudada por la información genética.
El hallazgo arroja luz sobre tres cuestiones. Para empezar, es el primer fósil denisovano que se encuentra fuera de la cueva de Denisova, en el sur de Siberia. Esa cueva no solo nos reveló la existencia de esa especie, sino también el primer híbrido de primera generación entre una neandertal y un denisovano. Solo gracias a esa cueva hemos podido saber que los denisovanos tuvieron sexo con los humanos modernos que llegaron a Asia, puesto que fragmentos de su ADN aparecen hoy en asiáticos, oceánicos y (en menor medida) en los nativos americanos, que llegaron al nuevo mundo desde Asia cruzando el estrecho de Bering. Dados estos resultados genómicos, cabía esperar encontrar fósiles denisovanos por toda Asia, no solo en una cueva de Siberia. Y así ha sido. Seguramente habrá muchos fósiles más, incluidos algunos que andan por los museos asiáticos sin una clasificación que los acoja.
El segundo punto es que la mandíbula tibetana refuerza la hipótesis de que los cruces entre especies humanas hace 50.000 años y más (denisovanos con sapiens, sapiens con neandertales, neandertales con denisovanos y veremos qué más) tuvieron un efecto fructífero en la evolución local. Los denisovanos vivían en las desoxigenadas altitudes del Tíbet al menos hace 160.000 años (la datación de la mandíbula), y tal vez antes aún, cuando los sapiens ni siquiera habíamos evolucionado, no hablemos ya de salir de África. Para un emigrante africano de hace 60.000 años, adaptarse a esas altitudes requirió una de solo dos soluciones: aguantar allí medio millón de años y esperar a que Darwin matara generación tras generación a todos los inadaptados, o bien robarles los genes a los denisovanos que ya estaban adaptados a ello desde mucho antes. Eso implica sexo, implica que la descendencia fue viable y fértil y, seguramente, que se adaptó al Tíbet por la vía rápida.
El tercer punto es que debemos reconocer que la genómica ha alcanzado una capacidad predictiva que suele estar reservada a la física. La existencia de los denisovanos es, por cualquier criterio que se considere, una predicción de la genómica. La mandíbula del Tíbet es la confirmación más reciente de ese vigor teórico. Si tuviera que jugarme mi sueldo, apostaría a que habrá muchas más confirmaciones de la genómica en el futuro.
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