Degustación
Hay que votar, pero habría que hacerlo desde un estómago exigente y no desde un cerebro intoxicado por el odio
Al contrario de lo que sucede con el cerebro que admite sin análisis previo cualquier clase de basura que le ofrecen los predicadores, los políticos, los medios y las redes, el estómago es un órgano muy delicado que antes de aceptar un alimento lo somete a controles muy estrictos. Los ojos observan lo que viene en el plato, la nariz lo olfatea al llegar a la boca, después el paladar aprecia y mide el grado exacto de su sabor, antes de pasar por el gaznate ha habido que masticarlo, ensalivarlo y en el caso de que el estómago no logre digerirlo a su gusto simplemente lo vomita. Si los programas, las promesas, las mentiras, las broncas, los insultos y los golpes bajos que los políticos se han lanzado unos contra otros en los mítines y debates durante la campaña electoral fueran realmente comida no habría estómago que la engullera sin correr el riesgo de morir envenenado o al menos de sufrir una grave intoxicación. ¿Se imaginan a algunos de esos líderes agresivos y crispados, llenos de odio, convertidos en camareros sirviendo sus ideas políticas en forma de sopa de menudillos en un restaurante? Es posible que con los nervios acumulados te echaran la sopa por el cuello y en todo caso sería un insensato quien tuviera el valor de probarla. En cambio, es increíble el descontrol con que el cerebro se deja intoxicar por ideas que llegan directamente de los estercoleros de la sociedad. De hecho, cuanto más frívolas, falsas, primarias y estúpidas son las promesas políticas, más placer le producen. No obstante, un día como hoy, jornada de elecciones, la democracia obliga a cumplir con el deber cívico de acudir a las urnas. Hay que votar, pero habría que hacerlo desde un estómago exigente y no desde un cerebro intoxicado por el odio, a un programa político, el más parecido a un plato digestivo que permita una agradable sobremesa.
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