Cómo llenarte, soledad
Si como sociedad no somos capaces de recomponer los lazos sociales y comunitarios, el futuro no se adivina muy halagüeño
El poeta Luis Cernuda describía en Soliloquio del farero, sin duda uno de los poemas más hermosos de la lengua española, la vivencia extrema de un hombre, un farero, que había escogido la soledad total como forma de vida. Una soledad que llenaba su alma de amor y empatía para con todos los seres humanos, sin más compañía que el mar y el cielo. Esa es una de las grandes virtudes de la soledad libremente escogida: dotar de profundidad, introspección, autonomía y crecimiento la propia vida.
Sin embargo, los efectos son muy diferentes cuando nos hallamos ante una soledad no buscada. Muchas personas piensan que la soledad se circunscribe a las personas mayores; sin embargo, cabe afirmar radicalmente que la soledad no tiene edad. Los últimos estudios, como el que acaba de publicar la Caixa, Soledad y riesgo de aislamiento en las personas mayores, muestran que el 34% de las personas de entre 20 y 40 años se sienten solas. Este sentimiento se va incrementando con la edad hasta alcanzar un 48% en los 80 años. ¿Qué está pasando cuando una tercera parte de las personas jóvenes y casi la mitad de las mayores se sienten solas?
Hay constancia de que el individualismo no ha dejado de crecer en los últimos 150 años. Me refiero a la tendencia psicosociológica de otorgar primacía a la persona respecto a la colectividad, facilitando la independencia de la gente, pero también debilitando los lazos familiares, así como el deber o el conformismo, de modo que prevalece la propia visión y voluntad.
La historia muestra que el individualismo está relacionado con factores socioeconómicos, siendo consustancial a la mejora en los niveles de educación y de salud, lo cual no significa que estemos hablando de una relación de causa-efecto. Sin embargo, cuanto mayores son estos estándares, más individualista es la sociedad. No se ha comprobado esta relación con otro tipo de factores culturales o medioambientales como el sentimiento y la pertenencia religiosa o la prevalencia de enfermedades infecciosas, por ejemplo. Es un hecho que desde 1860 las familias han sido cada vez más pequeñas. Se ha pasado de una familia extensa, fundamentalmente en el entorno agrícola, a las pequeñas familias nucleares urbanas. Ello ha conllevado menor interacción comunitaria y mayor aislamiento. También se han reducido los ingresos intergeneracionales, que son las aportaciones económicas que abuelos, padres o hijos realizaban para el mantenimiento de la familia.
Al mismo tiempo, irrumpen los trabajos liberales o de oficina, que sustituyen a los trabajos cooperativos, manuales, propios del campo o de la clase obrera. Los psicólogos estadounidenses Igor Grossman y Michael Varnum concluyeron, tras un ambicioso estudio, que el creciente individualismo de la sociedad está directamente asociado al auge de los “trabajos de oficina”, más específicamente, a las profesiones liberales. Añaden los autores en la revista científica Psychological Science, que los cambios en la clase social preceden al individualismo, lo que sugiere una relación causal entre ambos. Es decir, lo que nos hace más individualistas es nuestro trabajo, y, más específicamente, las profesiones liberales, pese a suponer un crecimiento de la clase media y de la renta per cápita de la población.
A medida que aumenta el individualismo, también se modifica el lenguaje, de modo que, desde 1860, al disminuir los trabajos colectivos propios de la revolución industrial, cobran influencia nuevos conceptos en el vocabulario de la población tales como “libertad”, “liberalismo”, “albedrío” o “individuo”. Como es lógico, el individualismo conforma no solo el lenguaje, sino toda la socialización humana, las relaciones familiares y de amistad, los hábitos sociales y de consumo y, por supuesto, las opciones políticas y sus consecuencias sobre la ciudadanía.
Si como sociedad no somos capaces de recomponer los lazos sociales y comunitarios, el futuro no se adivina muy halagüeño. En un mundo con miles de “amigos” en las redes sociales, las personas cada vez se sienten más solas. Sabemos que con el sentimiento de soledad se activan los mismos centros cerebrales que por daño o enfermedad física, de ahí que se está empezando a considerar un problema de salud pública, hasta el punto de crear una Secretaría de la Soledad en el Reino Unido. Incide en la mortalidad prematura, en el deterioro de la salud mental o en las enfermedades cardiovasculares. No podemos olvidar que el suicidio es la mayor causa de muerte no natural en nuestro país, habiéndose incrementado un 20% desde el inicio de la crisis, pese a que poco se habla de ello. Y la literatura científica muestra la falta de apoyo familiar y social como una variable importante en la ideación suicida. Para que la soledad no se convierta en una epidemia de la sociedad moderna, la única posibilidad es profundizar en los lazos de amistad, familiares, comunitarios y construir una cultura verdaderamente cooperativa y solidaria. Para vivir la soledad con deseo, aquella que nombró el poeta.
Sara Berbel Sánchez es doctora en Psicología Social.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.