El lugar del olvido
Resulta rastrera la promesa de rescatar un pasado glorioso
El pasado es a veces peligroso porque puede volver al presente de las maneras más peliagudas. Todavía en los estertores de una campaña electoral confusa y airada, y donde se ha abusado de lo emocional, igual queda margen para decirlo, aunque sea a media voz: traerse la gloria de unas antiguas gestas heroicas y de una grandeza perdida para armar las promesas del presente es la manera más rastrera de hacer política. Tiene algo de pretensión vana, y de falsedad que no tiene nombre, asegurar que el esplendor de unos remotos tiempos dorados puede regresar de la mano de un líder iluminado. Pero, por desgracia, ese es el relato que se está repitiendo como una cantinela: en España, en Europa y en el mundo entero. Y hay muchos que han decidido creérselo. Acaso por la pura impotencia de no conseguir lidiar con las duras condiciones de una época dura y contradictoria, o quizá también por el simple deseo de cabalgar a lomos de ese arrebato que se produce cuando se forma parte del coro que corea las consignas de una tribu.
Pero el pasado está efectivamente ahí, pero anegado de sangre, dolor y sufrimiento (¿y la grandeza?). Este último fin de semana se pudo ver en Madrid, en el Teatro del Barrio, la puesta en escena de uno de los relatos incluidos en Los girasoles ciegos, el libro de Alberto Méndez que obtuvo el Premio de la Crítica de 2005. La historia que cuenta se desarrolla en 1940 y rescata, página por página, lo que un “difunto desconocido” (DD), según el atestado de la Guardia Civil, escribió en un cuaderno con pastas de hule que se encontró debajo de una pesada piedra en una cabaña situada en los prados de los altos de Somiedo, ahí donde se juntan Asturias y León. También se descubrieron los esqueletos de un adulto y de un niño de pecho sobre unos sacos de arpillera. Los encontró un pastor. Había también una vaca, los restos de una vaca, medio hedionda todavía, sin una pata y sin cabeza. Y en la pared, escrita una frase: “Infame turba de nocturnas aves”.
El montaje del relato de Méndez, titulado Manuscrito encontrado en el olvido, tiene una rara cualidad: la de distanciarte por una doble vía de lo que se cuenta en el escenario. En primer lugar, a través de Patxi Freitez, que sobre todo lee el texto que escribió Alberto Méndez, y en segundo, por la recreación de la historia que van haciendo otros actores. El director Tolo Ferrà ha armado una delicada reconstrucción de aquella terrible historia. Empieza con una mujer que muere en el parto y que deja al recién nacido en las peores condiciones posibles. “¿Cómo se corrige el error de estar vivo?”, apunta el superviviente en su cuaderno. Y ahí contará cómo tarda en enterrar a su mujer, cómo la criatura persevera un tiempo en vivir, cómo termina muriendo sin consuelo posible. Y cómo el padre mata a un lobo y cómo lleva a una vaca a su morada como compañera de infortunios. La propuesta de Ferrà está llena de ternura y como armada con materiales heredados de la vanguardia: muñecos de tela, las máscaras de los animales, la ayuda de una suerte de intérpretes mecánicos.
Por mucho que el pasado se vista de gloria, hay dolores que no se olvidan. Un joven muchacho abandonó su pueblo para unirse al Ejército republicano durante la Guerra Civil. Cuando terminó huyó al monte con su mujer embarazada. “Tengo miedo de tanto miedo”, apunta en su cuaderno. Y Méndez observa, al final de su relato, que igual aquel muchacho escribió esas notas “cuando tenía dieciocho años”, y cree “que esa no es edad para tanto sufrimiento”. No hay nada más que decir.
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