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EN LA CARRETERA
Columna
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¿Qué fue del iberismo?

En una península tan empeñada en levantar nuevas fronteras, sería un alivio recordar que hubo un tiempo en que nos molestaban mucho las que existían

Sergio del Molino
Un crucero se adentra en el cañón de los Arribes del Duero.
Un crucero se adentra en el cañón de los Arribes del Duero.SILVIA CAUNEDO

Muy lejos de la Soria de Machado, el Duero se hace rápido, oscuro y laberíntico para formar uno de los tramos más abruptos de la Raya hispanoportuguesa. En Salamanca y en Portugal conocen ese paraje en femenino: las Arribes. En Zamora prefieren el masculino: los Arribes. Aunque en los últimos lustros ha conocido una prosperidad relativísima gracias a ese turismo de naturaleza que acude con el uniforme de Decathlon -pasear en barco por los cañones del Duero, emulando a los vendimiadores que llevaban las uvas de la otra orilla a las bodegas de Oporto, es una de las excursiones más alucinantes que se pueden hacer en toda la península-, sigue siendo una de las comarcas a las que mejor les sienta el concepto de lejanía.

A Unamuno le gustaba restregar su cara en frescor de verdura, como escribía a menudo, y una de sus escapadas habituales era Aldeadávila de la Ribera, en el corazón de las Arribes. Allí tenía amigos, y en sus visitas se montaba una tertulia donde aparecía con recurrencia ese Portugal que estaba justo al otro lado, a la vista desde el pueblo, pero al que solo se podía llegar con barca. Aldeadávila, aún hoy, es la metáfora de lo cerca y lo lejísimos que están Portugal y España, algo que dolía mucho a los iberistas.

No queda rastro del iberismo ni en los pueblos de las Arribes, que votan mayoritariamente al PP y donde no se espera que se vote otra cosa -aunque el alcalde de Aldeadávila sea socialista-, ni en la cultura política española. En realidad, nunca fue gran cosa, el iberismo, un movimiento más intelectual que político y más propio de versos y de suspiros de deseo que de discursos y programas de acción gubernamental.

Portugal y España entraron juntos en Europa en 1986, como parte del mismo paquete, y al norte de los Pirineos hay a quien le cuesta percibir las diferencias entre ambos países. La frontera existe solo en el mapa, pero ya son pocos quienes recuerdan los tiempos de guardinhas y carabineros.

Esta semana, Portugal -que anda desquiciada con huelgas y crisis de gobierno- celebrará su efeméride anual más importante, la revolución del 25 de abril, que cumple 45 años. En 1974, Grândola Vila Morena fue un himno que muchos españoles hicieron suyo. Las crónicas españolas de la revolución -las de Eduardo Barrenechea, por ejemplo, que fue autor de un legendario libro de viajes por la frontera compuesto a cuatro manos con Luis Carandell- no parecían escritas por corresponsales extranjeros, sino por cronistas que hablaban de una tierra que eran incapaces de concebir como extraña.

Nada de eso queda hoy. Ni Portugal aparece en las campañas políticas ni España se asoma a las crisis portuguesas. Puede que el iberismo nunca fuera más que un club de debate de intelectuales, pero en una península tan empeñada en levantar nuevas fronteras, sería un alivio recordar que hubo un tiempo en que nos molestaban mucho las que existían.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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