Los tambores de Calanda
A ver qué revelaciones tienen los gurús de la campaña entre saetas e incienso
Un pequeño invierno empieza en esta campaña electoral tan gritona y polifónica, y con él, la tregua que acostumbraban a hacer los ejércitos de la antigüedad, que aprovechaban para retirarse a sus cuarteles y repensar toda su estrategia. En esta campaña, dos días (o día y medio, o una tarde y una mañana) son una eternidad. Están diciéndose cosas a tal velocidad, que callarse tan solo un día equivale a un retiro como el de Buda bajo la higuera. A saber qué se les ocurrirá a los escribidores de discursos sin que les suene el móvil ni tengan que reaccionar a cada tuit. ¿Qué nuevas tablas de la ley traerán para apuntalar a su grey en el último tramo de campaña?
Cierto es que no todos los partidos paran igual (unos lo hacen por devoción y respeto religioso, y otros, porque sus improbables votantes estarán tumbados a la bartola en alguna playa o durmiendo la siesta de los justos, y así no hay marketing electoral que les convenza de nada), pero todos toman aire. Vox y el PP se recogen un poco más, despejando las agendas de casi todos sus candidatos, pero el resto tiene actos programados incluso en viernes santo.
Solo la lluvia puede vencer a las procesiones. La política no tiene ninguna posibilidad contra ellas. Aunque España es un país cada vez más laico en el que la religión ocupa un espacio cada vez menor en la discusión pública, la Semana Santa ha crecido en las últimas décadas y crecerá en las siguientes. No hay ciudad sin tradiciones recuperadas con su sello de interés turístico nacional. Incluso allí donde nunca se vivió con un entusiasmo especial y las cofradías estaban formadas por una caterva de personajes tristes sin tarjeta de crédito para comerse unas gambas en la playa, la Semana Santa ha adquirido un prestigio y un boato propio de los tiempos de Trento. A la España democrática le gusta una procesión más que a la España franquista. Tal vez porque con Franco se procesionaba por obligación, y desde 1978, se procesiona con devoción.
Luis Buñuel era comunista (porque era rico, como le gustaba apostillar a su amigo Max Aub, que no era ni comunista ni rico) y todo lo ateo que puede ser un español, que no es mucho. Pero también era de Calanda, y en Calanda tocan miles de tambores hasta quedarse sordos y mancos. Buñuel compaginó su anticlericalismo furibundo y gamberro con una pasión desmedida por los tambores de su pueblo, que grabó y utilizó en varias películas. Buñuel se adelantó a los españoles de hoy, que son buñuelistas en su mayor parte: no tienen por qué ser católicos (pueden ser incluso ateos), pero disfrutan horrores de esa descarga contrarreformista de ruido, cristos sangrantes y vírgenes llorosas.
En esa contradicción habita el secreto de la España de hoy, y el partido político que mejor la entienda debería ganar las elecciones. A ver qué revelaciones tienen los gurús de la campaña entre saetas e incienso.
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