El misterio de los mítines menguantes
Quien rompe la cuarta pared y revienta la función está rompiendo también las reglas más elementales de la democracia


La política española se parece al rock, que pasó de llenar estadios a acomodarse en bares y salas recogidas. En esta campaña se grita mucho para poca gente. Cuando preguntaban a los miembros de la banda ficticia de heavy metal Spinal Tap —en un falso documental de culto— por qué actuaban en recintos cada vez más pequeños, respondían: no es que nuestro público baje, en realidad, se vuelve más selecto.
Como el Elvis Presley gordo en Las Vegas, los candidatos de esta campaña renuncian a darse baños de masas y prefieren chapuzones de un puñado de gente. Unos pocos centenares de asistentes en una plaza recoleta bastan. En vez de grandes escenografías se monta un círculo que imita al de los oradores de las charlas TED y el candidato grita casi al oído a los entusiastas que le arropan. Tan solo Vox saca pecho y se atreve con teatros hermosos que abarrota sin que a Abascal se le mueva un pelo de la barba. El resto, más que a conquistar el gobierno, parece que han llegado al pueblo a vender un remedio infalible contra la calvicie. Nadie quiere fotos como la de Casado hablando prácticamente solo en una plaza de toros vacía.
Tal vez el mitin esté liquidado como género, como lo están el chiste y el auto sacramental. Y mucho ha tardado en morir, pues una de las cuestiones que más me han intrigado es de dónde salían, en una sociedad desmovilizada ideológicamente, los asistentes que llenaban pabellones de baloncesto, porque incluso en 2019, con tanto ruido pasional, las cifras de militancia de los partidos son irrisorias.
En los mítines sucede como en las presentaciones de libros: ni en los primeros se ganan votos ni en las segundas se venden ejemplares. Porque el público está compuesto por amiguetes y simpatizantes que vienen con el sufragio ya pensado o con el libro regalado. Los asistentes no son, en realidad, los destinatarios del mensaje que grita el candidato, sino el decorado para la foto.
Hace tiempo que asumimos que la política es una teatralización y que tanto el que habla como los que escuchan forman parte de una puesta en escena estudiada para la tele. Por eso, cuando la realidad aparece, tiene que romper la cuarta pared. Escraches, boicots, caceroladas, candidatos saliendo con escolta y algún que otro cristal hecho añicos. La ficción y lo real tienen relaciones muy problemáticas, y cuando los espectadores no son solo militantes convencidos, saltan todas las alarmas que recuerdan que la paz democrática es frágil y nunca se insiste lo bastante en la necesidad de preservarla.
La política mitinera será litúrgica, acartonada y decadente, con sus auditorios jibarizados y sus militantes-marioneta, pero tiene una función civilizatoria: encumbra la palabra como única herramienta legítima de confrontación. Quien rompe la cuarta pared y revienta la función está rompiendo también las reglas más elementales de la democracia, y ahí no caben peros ni no obstantes.
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