Orgullo
Eso es lo que está en juego el 28-A, enterrar definitivamente la memoria de la dictadura o garantizar la supervivencia de sus símbolos
Los progresistas españoles también tenemos motivos para estar orgullosos de España. Es un orgullo distinto, desde luego, que no tiene que ver con la bandera nacional, ni con el Cristo de la Legión, ni con los Tercios de Flandes, pero posee su propia tradición, un pasado que parece olvidado porque sus herederos hemos renunciado a reivindicarlo. No siempre ha sido así. Desde 1812, cuando las Cortes de Cádiz promulgaron una Constitución ejemplar, los partidarios de la España luminosa, moderna, creadora, avanzaron en la misma dirección por encima de pronunciamientos militares, de guerras civiles, de la perversión de las instituciones corrompidas por el caciquismo. Hasta que, en 1939, la victoria de Franco arrancó su memoria de raíz, condenando el siglo XIX a una inexistencia póstuma, desvirtuando el primer tercio del siglo XX para convertirlo en un sinónimo del infierno. Después, el franquismo dispuso de 40 años para desarrollar una campaña de propaganda que todavía no hemos sabido contrarrestar. Ahora es el momento. Ahora, mientras otros gritan ¡España! con ardor guerrero, nosotros deberíamos responder con el nombre de España. Pronunciarlo sin levantar la voz, con serenidad, con convicción, incluso con orgullo. Porque este país, que también es el nuestro, es mucho más que una bandera, y un himno, y un ejército. Porque, en el nombre del progreso, nuestros antepasados fueron capaces de asombrar al mundo, de iluminarlo más de una vez, aunque la mayoría de los españoles de hoy no lo sepan. Eso es lo que está en juego el 28-A, enterrar definitivamente la memoria de la dictadura o garantizar la supervivencia de sus símbolos. Es un asunto demasiado importante como para que alguien decida abstenerse.
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