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Columna
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Hispanistas

Desgraciadamente, nos debatimos de nuevo entre repetir errores históricos o caminar por el campo abierto con libertad como siempre han hecho Gibson y Chislett

Julio Llamazares
Ian Gibson, el pasado verano en Alfacar (Granada).
Ian Gibson, el pasado verano en Alfacar (Granada).Pepe Marín

Como con dos hispanistas, dos hombres enamorados de la cultura española tanto como para quedarse a vivir en España, país que conocen mejor que muchos nativos. Uno, Ian Gibson, llegó siendo muy joven para hacer una tesis sobre García Lorca, del que se ha convertido en su principal exégeta, y se quedó para siempre aquí, habiendo publicado un montón de libros sobre diversos aspectos de nuestra historia y nuestra literatura, labor que le ha valido para adquirir incluso nuestra nacionalidad. El otro, William Chislett, trabajó como corresponsal de prensa en varios países, pero, jubilado ya de la corresponsalía, vive en Madrid, la ciudad de Arturo Barea, el escritor cuya figura ayudó a sacar del olvido de su exilio inglés, a donde le llevó la Guerra Civil en un viaje inverso al del propio Chislett. Como Gibson con García Lorca, el antiguo corresponsal de prensa se ha convertido en el divulgador principal del autor de La forja de un rebelde, título que serviría para definir a los dos hispanistas amigos, empeñados ambos en rebelarse contra el desconocimiento que sobre dos de nuestros grandes autores teníamos los españoles por razones diversas, una de ellas el oscurantismo de la dictadura.

Mientras comemos —en una tasca madrileña, frente por frente del lugar donde fue enterrado Cervantes, cuyos restos buscó con ahínco una famosa alcaldesa cuyo partido se oponía a la vez a buscar los de García Lorca y los de los más de 100.000 españoles que permanecen ocultos en las cunetas—, los dos hispanistas repasan la trayectoria de este país, que han visto cambiar a pasos agigantados, a la vez que analizan la situación presente, marcada por el secesionismo catalán, que repudian tanto como el Brexit (ellos, para los que las fronteras culturales dejaron de existir hace tanto tiempo), y por el resurgimiento de un nacionalismo español que les hace rememorar lo peor de la España que conocieron cuando llegaron a un país que todavía permanecía aislado del resto de Europa y sumido en una retórica que algunos se empeñan en resucitar ahora. La doble mirada (española y anglosajona) de los dos hispanistas les permite al mismo tiempo analizar la política de este país desde dos perspectivas, lo que, unido a su conocimiento de este, la hace aún más interesante y original. Y su pasión por él les exime de disculparse por sus apreciaciones, cosa que no sucede con los extranjeros que están de paso o con los que nos contemplan desde la lejanía.

A los postres, con la luz lateral iluminando el mantel de cuadros blancos y rojos y la fraternidad animando la conversación, los hispanistas repiten lo que es ya un mantra entre los de su especie: que España, a pesar de todo, es un país formidable, a la vez que resumen en sendas consideraciones lo que menos les gusta de él: la resistencia de muchos españoles a dejar atrás lo peor de su historia. España, argumenta Gibson, es la única democracia del mundo que tiene a un genocida entronizado en un mausoleo, mientras que Chislett aporta un dato que dice mucho de la cultura política de los españoles: junto con Malta, somos el único Estado de la Unión Europea donde jamás ha habido un Gobierno de coalición.

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Cuando salimos, el sol dora los muros del convento donde reposa el espíritu del gran autor de nuestra literatura, ese que representa la esencia de una cultura que desgraciadamente se debate de nuevo entre volver al pasado o mirar al futuro, entre repetir errores históricos o caminar por el campo abierto con libertad como don Quijote y Sancho y como han hecho toda su vida estos dos hombres de los que me despido.

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