Por qué España es el único país donde se siguen construyendo centros comerciales
Durante decádas han sido la panacea urbanística para concentrarlo todo bajo un gigantesco mismo techo. Ahora, su época dorada puede tocar a su fin
Tiendas ha habido desde el Mercado de Trajano, pero el centro comercial es un concepto bastante más nuevo. Nikolaus Pevsner no vio la necesidad de mencionarlos en su Historia de las tipologías arquitectónicas (1976), pese a que existían desde los años cincuenta y que, 15 años antes, solo en Estados Unidos había unos 4.500. Pero como tipología no interesaron al gran historiador, posiblemente porque muy pocos destacaban arquitectónicamente.
En estos edificios, la calidad de la arquitectura nunca ha sido tan relevante como la forma en que organizan la vida. Y ahora que compramos por Internet y no en las afueras de las ciudades, los centros comerciales se están convirtiendo en vestigios del pasado. Los comportamientos y los gustos cambian, y hoy queremos organizarnos la vida de un modo diferente, si no mejor.
En Estados Unidos, los centros comerciales abandonados, igual que la desolada ciudad de Detroit, son el monumento más representativo y más deprimente a las tribus desaparecidas que una vez adoraron los pasillos y las cajas registradoras en el desamparado Medio Oeste de Trump [el fenómeno, que se saldó con más de 8.600 macrocentros cerrados en 2017, según los datos de Credit Suisse y otros 300 malls del país en los próximos cinco años según la consultoría de servicios inmobiliarios CBRE, ya tiene nombre: apocalypse retail]. En enero de este año, un fétido, húmedo y denostado centro comercial llamado The Postings, en Kirkcaldy, Escocia, fue subastado por un precio de salida de una libra esterlina. Una pareja declaró a la BBC: "Hay un baño, sitios para sentarse y puedes cobijarte de la lluvia. Ya está". La cadena británica estimó que 200 centros comerciales en el Reino Unido estaban a punto de desaparecer.
En vista de esto, el entusiasmo de España por este tipo de espacios constituye una curiosa excepción. El año pasado, las ventas de los 563 establecimientos del país aumentaron un 2,9%. Lagoh, un enorme centro comercial de nueva planta, abrirá este año en Sevilla (la presencia de un lago en el proyecto da buena cuenta de su ambición: puede que pronto hasta pongan montañas artificiales). Y el año que viene, Coslada, a las afueras de Madrid, añadirá otros 90.000 metros cuadrados de suelo a los 16 millones que ya existen en el país.
Esta tendencia se explica por la baja penetración del comercio online en nuestro país, según el mismo informe de CRBE: mientras en EE.UU. las ventas por Internet crecen cada año entre un 14% y un 15%, en España lo hace en torno a un 20%, pero aún alcanza solo el 4% de las ventas de minoristas. Así, la Asociación Española de Centros Comerciales estima que aquí se abran otros 17 centros más, no solo porque el 96% de las compras se realizan en tienda física, sino porque los parques comerciales en España "tienen comercio, ocio, entretenimiento y restauración, y eso es difícil replicarlo online", según palabras del presidente de la asociación, Javier Hortelano. Es justamente la reconversión que salvará a los malls en Estados Unidos y en el resto de países donde se había seguido un modelo de centros basado exclusivamente en tiendas y aparcamiento.
En inglés, la palabra mall se acuñó en el siglo XVII. Significaba alameda, de ahí el Pall Mall de Londres, una de las calles más imponentes de la ciudad. Pero en la segunda mitad del siglo XX, el mall emigró a Estados Unidos, donde vino a significar un centro comercial ubicado en las afueras de las ciudades, con tiendas diferentes y amparadas bajo el nombre de una gran superficie de prestigio, como Macy’s.
El Southdale de Edina, Minnesota, fue construido en 1954. Desde fuera, Southdale era un espacio incoherente donde todo ocurría hacia dentro, como una tortuga replegándose en su caparazón. La revista Time lo describió como una "zona de esparcimiento con aparcamiento", aunque para los críticos no fuera más que un lugar siniestro y mal ventilado. De hecho, cuando Frank Lloyd Wright vio el Southdale, se preguntó: "¿Qué es esto? ¿Una estación de tren o de autobuses? Hay una zona ajardinada con lo peor de una calle de pueblo y ni pizca de su encanto".
Hay algo en el centro comercial que expresa verdades fundamentales sobre la psicología norteamericana. Al menos tal y como era alrededor de 1956, cuando el optimismo estaba en su punto álgido, la red de autopistas se expandía y aparcar un coche era una actividad cultural. En 1964, el centro comercial de Yorkville, Toronto, tenía nada menos que 6.736 plazas de aparcamiento.
En la actualidad, el número sería mayor si reconfiguraran el espacio, ya que nadie conduce hoy aquellos cadillacs del tamaño de una lancha motora. A los estadounidenses les gustaba conducir e ir al centro comercial era una excusa para hacerlo. Lo dijo muy bien el escritor John Updike: "La mayor parte de la vida en este país consiste en conducir a algún sitio para después regresar sin saber muy bien por qué demonios fuiste".
Hoy, por lo general, una urbanización de clase media estadounidense está conformada por un grupo de McMansions –bonitas casas funcionales, de estilo vagamente colonial, con cuidado césped y tres plazas de garaje–, un club de campo y campo de golf. No hay tiendas, ni bares, ni cafés, ni restaurantes. Si necesitas leche, comida o algo de cultura, basta con subirse al SUV y conducir durante 40 minutos para ir al centro comercial del barrio. En estas latitudes, un lugar a una distancia de 40 minutos se considera “del barrio”.
Aunque, como destino en sí mismo, un mall bien proyectado tiene futuro. Disponemos de una fértil historia arquitectónica en la que buscar inspiración. El Gran Bazar de Estambul tenía una superficie de dos millones de metros cuadrados, y el Palais Royal de París, con su calle comercial cubierta alrededor de un exquisito parque, es un prototipo de elegancia. El GUM de Moscú, una enorme galería comercial inaugurada en 1893, supone un ejemplo de funcionalidad. El Burlington Arcade de Londres, inaugurado en 1819, fue uno de los primeros centros comerciales del siglo XIX. Las galerías o pasajes comerciales, cubiertos de acero y cristal, se convirtieron en un símbolo de los valores de la época. Walter Benjamin, que tituló su obra maestra inconclusa Pasajes, veía en estos lugares una miniatura de la civilización occidental.
Los prototipos arquitectónicos más interesantes para el centro comercial del futuro los encontramos en alguno de los proyectos que James Wines hizo a través del estudio SITE (acrónimo de Sculpture in The Environment, escultura en el entorno). En 1975, en Houston, diseñó un edificio rectangular con una fachada de ladrillos medio desmoronada que parecía más bien un proyecto artístico. En 1976, creó otro centro comercial cuya fachada entera parecía haberse despegado. En Milwaukee, ocho años después, deconstruyó por completo un edificio, de manera que era imposible saber si lo que allí había eran restos de materiales de construcción o mercancía en venta.
Desgraciadamente, la arquitectura imaginativa de Wines no fue garantía de éxito comercial: la compañía Best Stores, su cliente y compañera de aventuras deconstructivas, quebró en 1997. Y sintomáticamente, hoy el idilio entre la arquitectura interesante y las superficies comerciales sigue siendo una rareza.
El primer gran centro comercial de España, La Vaguada, se inauguró en 1983 en el madrileño barrio del Pilar. El Ayuntamiento exigió que la arquitectura fuera "paisajísticamente aceptable" y los promotores llamaron al artista canario César Manrique. El resultado tenía luz natural, bancos en piedra caliza, fuentes y plantas colgantes. La reforma de 2002 convirtió la catarata interior en una piscina pequeña con luces LED, denunciaba el año pasado El Confidencial.
El Avalon Mall de Alpharetta, una próspera comunidad en el norte del estado de Georgia, a una hora y media en coche de Atlanta, podría considerarse un ejemplo de a lo máximo que puede aspirar hoy en día la cultura de los centros comerciales. Es un producto del éxodo blanco de la ciudad, y se ha convertido en una ciudad en sí misma: una extraña utopía con guardas de seguridad y puntos de carga para coches eléctricos. Tiene un cine con 12 salas, tiendas de gran consumo con coartada sostenible, un supermercado Wholefoods tan grande como un aeropuerto, una tienda Apple (por supuesto) e incluso un concesionario Tesla. La gente conduce hasta Avalon para conducir hasta Avalon, tal y como en su día lo vio John Updike.
Lo cual nos devuelve al Southdale del principio de este texto. El original fue diseñado por Victor Gruen, un judío vienés que había crecido en una cultura de cafés donde se celebraba la democracia y la sociabilidad. Detestaba las calles de las urbanizaciones, a las que llamaba “calles del horror”, y quería sustituirlas por centros comerciales que funcionaran como el ágora de la Atenas de Pericles. Para Victor Gruen, el centro comercial era una obra de arte total, e imaginaba complejos en los que, además de tiendas, habría teatros, parques y hoteles. Nunca los llevó a cabo. El sociólogo Malcom Gladwell dijo que Gruen "puede haber sido el arquitecto más influyente del siglo XX". ¿Pero quién se lo va a decir a la triste pareja escocesa que simplemente quería un baño y un lugar para guarecerse de la lluvia?
(*) Stephen Bayley, consultor, reconocido escritor y crítico cultural especializado desde hace más de 30 años en diseño y arquitectura, ha sido comisario de arte y profesor de Historia del arte en la Universidad de Kent. Fue el creador, junto con Terence Conrad del Boilerhouse Project, en el Victoria and Albert Museum, que fue el germen del actual Museo del Diseño de Londres. Ha publicado 15 libros sobre estética, diseño, sexo y arquitectura (no necesariamente en ese orden).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.