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Tribuna
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EE UU por la impunidad

El Gobierno de Trump quiere evitar que sus pecados salgan a la luz y tener que responder por crímenes terribles

Baltasar Garzón
La fiscal jefe de la Corte Penal Internacional (CPI), Fatou Bensouda.
La fiscal jefe de la Corte Penal Internacional (CPI), Fatou Bensouda.MARCEL BIERI (EFE)

El último episodio que conduce a Estados Unidos al reino de las sombras tuvo lugar el pasado 15 de marzo de 2019 cuando Michael Pompeo, el secretario de Estado, anunció que se prohibirán los visados al personal de la Corte Penal Internacional (CPI) que participe en la posible investigación de ciudadanos estadounidenses en cualesquiera de los territorios a los que se extienda la jurisdicción de la CPI. Tal medida también se aplicaría en las investigaciones de la CPI contra ciudadanos de sus países aliados. EE UU es coherente porque amenaza con el mismo criterio en este caso que cuando impone sanciones económicas a cualquier extranjero, Estados o entidades que considere que incurren en comportamientos reprochables según su vara de medir y sin ningún otro control que su propia voluntad. Es la fuerza de la prepotencia de quien se sabe impune.

La amenaza se hizo realidad el 5 de abril con la retirada del visado a la fiscal jefe de la CPI, Fatou Bensouda. La jurista y sus colaboradores estudian desde 2016 la posible responsabilidad de soldados estadounidenses entre 2003 y 2004 en los supuestos crímenes de guerra cometidos en Afganistán. Bensouda se ha mostrado dispuesta a seguir cumpliendo su deber “sin miedo y sin favoritismos”. El caso aún no se ha abierto en la CPI.

Ya a finales de 2018, el asesor de Seguridad Nacional de EE UU, John Bolton, había comunicado una serie de medidas, como iniciar procesos judiciales e imponer sanciones económicas contra el personal de la CPI, disposiciones que se extenderían contra países y empresas colaboradoras con la Corte en el caso de que sus investigaciones afectaran a estadounidenses.

Parece que Estados Unidos pretende que los jueces de la CPI no abran una investigación en Afganistán, que podría incluir a personal de la CIA

Lo que parece pretender EE UU es evitar que los jueces de la CPI consideren abrir esta investigación en Afganistán, que podría incluir además de a talibanes y fuerzas afganas, los posibles delitos del personal norteamericano y de la CIA.

Estados Unidos no es parte del Estatuto de Roma que regula la Corte y no está de acuerdo con su jurisdicción sobre ciudadanos de países que no son miembros sin que medie una petición por parte del Consejo de Seguridad de la ONU. Pero no es el caso: tanto Afganistán como Palestina forman parte de la CPI al haber ratificado el Estatuto de Roma, lo cual habilita a la Fiscalía a investigar y a la Corte a juzgar los crímenes cometidos en sus territorios o por ciudadanos de Estados que no son parte del tribunal. Entidades como Human Rights Watch consideran que “la decisión de sujetar a prohibiciones de visados al personal de la CPI es un intento indignante de intimidar a la Corte y disuadir el escrutinio de la conducta estadounidense”.

Sin duda alguna. La CPI es un órgano judicial independiente cuya función consiste en investigar y juzgar crímenes de guerra, lesa humanidad o genocidio. Creada en 1998, despliega su competencia desde el 1 de julio de 2002; hoy son 124 los países que forman parte de su estructura. Tiene la facultad de investigar los delitos cometidos por los nacionales de Estados firmantes o por cualquier persona que cometa aquellos delitos en su territorio. Los responsables de los delitos no se podrán amparar en órdenes recibidas y será indiferente su cargo oficial y quién presenta el caso al tribunal.

A muchos kilómetros de distancia espacial y ética de EE UU, en La Haya, el pasado 20 de marzo, la CPI hizo pública la sentencia del mecanismo residual para el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia de Naciones Unidas que ha elevado la condena inicial del criminal serbio Radovan Karadzic de 40 años a cadena perpetua. El autor, entre otras, del genocidio de Srebrenica —8.000 hombres y niños fusilados—, ha sido condenado por cinco crímenes de lesa humanidad y cuatro crímenes de guerra. Entre los cuatro magistrados internacionales del tribunal figura el español José Ricardo de Prada, que, junto al colega portugués Caires Batista Rosa, han manifestado su disgusto porque la calificación de los hechos no contemplara el genocidio, lo que, aducen, hubiera supuesto una auténtica compensación para la verdad y la justicia. La alegría de las madres de Srebrenica ante la resolución judicial indica hasta qué punto es sanadora la reparación y cómo las víctimas necesitan el reconocimiento de los tribunales para salir del silencio y del miedo en que sus verdugos las han sumido.

Es esto lo que el Gobierno norteamericano quiere evitar: el peligro de que sus pecados salgan a la luz, el riesgo de tener que responder por crímenes terribles, la posibilidad de recibir una sanción por acciones reprochables que hayan causado dolor y muerte. Y mientras tanto, Guantánamo sigue abierto; los derechos humanos, ausentes, y la jurisdicción universal, desaparecida. Si en algún momento EE UU se consideró con orgullo el paladín de la libertad en el mundo, en los últimos tiempos y de la mano de su presidente, Donald Trump, tal bandera se ha venido abajo para ser sustituida por un raído trapo sobre el que se ha escrito con letras doradas la palabra impunidad.

Baltasar Garzón Real es jurista y presidente de FIBGAR.

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