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Columna
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Metamorfosis del antisemitismo

Netanyahu quiere atraer los votos de la extrema derecha con la misma idea de nación étnica que ha alimentado al antisemitismo

Lluís Bassets
Carteles electorales de Likud (izquierda) y de Azul y Blanco, en Tel Aviv.
Carteles electorales de Likud (izquierda) y de Azul y Blanco, en Tel Aviv. JACK GUEZ (AFP)

Son inquietantes las metamorfosis del antisemitismo. Siempre es inquietante el antisemitismo. Y sobre todo la persistencia de su violencia, que no solo es verbal.

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En su origen fue de extrema derecha. Luego pasó a la izquierda, al hilo de los combates anticoloniales. Dilucidar la diferencia entre antisionismo y antisemitismo era imprescindible para disociarse de la ideología maldita, estigmatizada con toda razón como origen del mayor horror, el del Holocausto de los judíos europeos. Nada contribuyó tanto a la amalgama como la denuncia del sionismo como una forma de racismo, abiertamente sospechosa de antisemita.

Las mayores metamorfosis empezaron más tarde y tienen que ver con dos evoluciones paralelas. De una parte, la cabalgada derechista en la que vive Israel, especialmente bajo el ya largo liderazgo de Netanyahu, con la búsqueda de apoyos electorales cada vez más radicales, más antiárabes. De la otra, la otra cabalgada de las derechas americanas en antiguos caladeros del antisemitismo, como los evangelistas que identifican su idea redentora del fin del mundo con la plenitud del Estado judío sobre la tierra entera del Israel bíblico.

La pirueta ideológica puede llegar a ser desconcertante. Enemigos potenciales de antaño son excelentes compañeros ahora, ya no de viaje sino de objetivos. Benjamin Netanyahu lo es de Viktor Orbán, el autoritario primer ministro de Hungría y decidido destructor de la democracia liberal, que no duda en atizar los reflejos antisemitas para ganar elecciones: el multimillonario George Soros, declarado enemigo de la patria húngara, se convierte en la figura más próxima al judío errante y cosmopolita que perseguía el antisemitismo decimonónico.

Orbán y Netanyahu comparten una idea similar de nación étnica. También la comparten con Putin y con Kaczynski, aunque motivos más coyunturales les distancien: el presidente ruso por las alianzas regionales, en las que Rusia juega la carta iraní, el dirigente polaco por el reparto de culpas del Holocausto en el actual territorio de Polonia. Y las comparten también con Trump y con Bolsonaro, perfectamente de acuerdo con la ocupación israelí del Golán o de los territorios.

Netanyahu se presenta de nuevo a las urnas este 9 de abril con la idea de una nación solo para los judíos. Quiere atraer los votos más de extremistas, pero viene a evocar, paradójicamente, aquella matriz original del nacionalismo étnico antisemita que hizo furor en Europa en los años treinta y contó con los judíos como víctimas más destacadas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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