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Columna
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Prisioneros de la historia

Hoy abundan los discursos políticos retrógrados, no progresistas, y ese es nuestro drama

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

"No soy un prisionero de la historia. Allí no debería buscar el significado de mi destino”, escribía el filósofo nacido en Martinica, Frantz Fanon. Las últimas páginas de Piel negra, máscaras blancas,obra magistral sobre los abusos del colonialismo, son esperanzadoras. En ellas, el revolucionario Fanon reclama que salgamos de la cárcel del pasado, y nos llama a liberarnos del resentimiento para alcanzar “una existencia absoluta”.

Son palabras exóticas ahora que ya no buscamos nuestra realización personal en la muy humana libertad para reinventarnos, y sólo queremos (como grupo o como individuos, tanto da) existir dentro de identidades reconocidas. Esta promoción identitaria la evocamos a través del agravio, apegados a nuestras heridas. Lo hemos visto con los chalecos amarillos, una forma de activismo que practica la violencia nihilista. Su rencor existencial procede de la sensación de no contar, para nada y para nadie, y de un intenso sentimiento de humillación que es el combustible de su incendiaria movilización política.

Lo peor de utilizar el agravio como semilla de un proyecto político es lo fácil que queda expuesto a la instrumentalización demagógica, incluso como impulso para el ascenso o la perpetuación en el poder. Estas formas tóxicas de liderazgo de personalidades como Putin, Trump, Torra o Farage vienen de ahí, de su funesta utilización, y se regocijan en nuestra incapacidad para armar proyectos políticos que miren hacia el futuro y nos ocupen en construir algo mejor. El resentimiento elevado a categoría política es siempre un arma partidista.

Es en ese registro, y no en la legítima revisión historiográfica, donde habita la llamada de AMLO a disculparnos por los atropellos de la conquista. No hay vocación de perdón, pues no ofrece forma viable de reparación alguna. Sigue, en cambio, la estela de los nuevos demagogos, quienes prefieren el conflicto al compromiso compartido de afrontar el pasado con el afán de mejorar el presente. Porque no se trata de designar culpables sino de articular un proyecto político basado en la responsabilidad. El pasado es hoy una estructura patológica de opresores y oprimidos, y para pensar en una relación igualitaria debemos mirar hacia el futuro.

Pero igualdad, justicia, futuro... no son palabras que interesen al electoralismo cortoplacista. Hoy abundan los discursos políticos retrógrados, no progresistas, y ese es nuestro drama. No llaman al trabajo conjunto sino a señalar culpables para el oprobio, narrando una y otra vez el pasado interesadamente, en lugar de imaginar un futuro mejor. Ese, y no otro, es nuestro triste espacio electoral. No hace falta mirar al otro lado del Atlántico.

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