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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cúcuta, el epicentro de la emergencia migratoria de Venezuela

Para describir la situación que se vive en el departamento de Norte de Santander, habría que utilizar dos palabras: dimensión y gravedad

algunas personas cruzan el puente Simón Bolivar desde San Antonio del Tachira (Venezuela) a Cúcuta, Colombia.
algunas personas cruzan el puente Simón Bolivar desde San Antonio del Tachira (Venezuela) a Cúcuta, Colombia.JUAN PABLO BAYONA (AFP)
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Hace escasos días tuve la oportunidad de visitar la ciudad de San José de Cúcuta y la frontera entre Colombia y Venezuela. Este punto de la geografía colombiana es el epicentro de la entrada de población venezolana en los últimos años. En Colombia existen ocho pasos fronterizos oficiales, tres de ellos en el departamento de Norte de Santander, de los cuales el principal es el puente Simón Bolívar, ubicado en Villa del Rosario de Cúcuta. Del total de la población migrante que ingresa por los puestos fronterizos terrestres, el 94% entra por aquí, lo que hace que sea el punto de paso más transitado de todo el territorio colombiano.

Cúcuta es el municipio que concentra al mayor número de población migrante que ingresa al departamento de Norte de Santander: el 58,6% del total. Por Villa del Rosario entran diariamente alrededor de 35.000 personas, de las cuales un 89% corresponde a población pendular, es decir, que ingresa y regresa a Venezuela bien en el mismo día o máximo en los dos o tres días siguientes para abastecerse de alimentos, medicinas y/o visitar a familiares. El resto, un 11%, no retorna a Venezuela, sino que son migrantes con vocación de permanencia o en tránsito hacia otros países, especialmente Ecuador y Perú. Además, hay que anotar que en Norte de Santander existen más de 74 trochas [pasos fronterizos informales] cuyo flujo migratorio se desconoce, lo que hace que las cifras oficiales queden realmente subvaloradas.

Lo visto en esta visita merece ser contado; y no se trata de tomar postura respecto al debate internacional sobre la situación política de Venezuela. Lo analizo desde el punto de vista de una ONG que está actuando frente a una crisis humanitaria motivada en parte por la falta de solución política y diplomática, y que crece, se complica, y mantiene a millones de personas en una situación de auténtica emergencia. Porque esto es lo que realmente nos interesa, que la ayuda llegue a quien más lo necesita sin que se instrumentalice políticamente.

Para describir la situación que se vive en el departamento de Norte de Santander, y concretamente en Cúcuta, habría que utilizar dos palabras: dimensión y gravedad. Respecto a la primera, estamos asistiendo a uno de los mayores flujos forzados de personas que existe actualmente en el mundo. Según las estimaciones de la ONU, a finales de 2018 ya habían salido 3,4 millones de venezolanos y venezolanas de su país. Una cifra cercana a la que está produciendo el conflicto armado en Siria, y superior a la que se genera desde Sudán del Sur o Etiopía. Y lo más grave, se espera que en 2019 salgan otros dos millones, elevando la cifra a 5,3 millones de personas desplazadas.

Se espera que en 2019 salgan otros dos millones de venezolanos, elevando la cifra a 5,3 millones de personas desplazadas

El número actual de migrantes y refugiados provenientes de Venezuela se encuentra distribuido principalmente entre países latinoamericanos. En el caso de Colombia, según cifras de su propio Gobierno, en enero de 2019 había casi 1,2 millones viviendo en diferentes ciudades del país. El destino más deseado es Bogotá, pero muchos de ellos se quedan en Cúcuta o Villa del Rosario (ciudad colindante) para estar más cerca de los familiares que dejaron atrás o, simplemente, porque no tienen información ni medios para buscar otros destinos dentro o fuera de Colombia.

Este número de personas ha impactado de manera evidente en el día a día de este territorio y transformado su actividad y dinámica. En estos momentos, según el Grupo Interagencial sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM) de Cúcuta, del que forman parte 45 organizaciones de desarrollo —entre ellas Ayuda en Acción— y agencias de Naciones Unidas, diariamente se sirven 20.000 comidas calientes en la red de albergues y centros de atención distribuidos por la zona. Se han tenido que reforzar igualmente los servicios de atención médica primaria, vacunación, planificación familiar, acceso a agua potable y duchas, espacios seguros para niños y niñas, así como los puntos de orientación e información para personas que llegan caminando con lo puesto, en muchos casos sin saber hacia dónde dirigirse. Nuestra organización forma parte de este esfuerzo, atendiendo diariamente a 800 personas —especialmente niños, niñas y ancianos— cuyas necesidades alimenticias cubrimos en un comedor ubicado en el barrio José Bernal (una de las principales zonas de asentamiento de población venezolana en Cúcuta), manteniendo dos puntos de información e hidratación a los llamados caminantes en las rutas más concurridas y promoviendo acciones que mejoren la convivencia y la integración de la población migrante. Todo ello gracias a la alianza con la Corporación Scalabrini y al apoyo financiero de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID).

La situación es cada vez más grave. Unido a la población que ya ha salido de Venezuela y malvive como puede en Norte de Santander, se calcula que 2.000 personas más entran diariamente a Colombia con intención de no regresar a su país. Esta cifra disminuyó a comienzos de año por las expectativas de cambio en la situación política interna de Venezuela. Sin embargo, en las últimas semanas ha vuelto a aumentar considerablemente y, según Naciones Unidas, se espera una nueva avalancha debido a las consecuencias provocadas por los cortes de energía eléctrica y agua. Además, el perfil de estas personas es cada vez más vulnerable. De ser una población principalmente compuesta por adultos (hombres y mujeres) buscando fuentes de ingresos que les permitan enviar dinero a sus familiares, ahora llegan también familias enteras con menores de edad o mujeres solas embarazadas después de haber caminado durante muchos días desde ciudades limítrofes, la cercana Valencia o desde Caracas.

La realidad de estos migrantes se ha visto además agravada por el cierre de los pasos fronterizos, que solo se abren unas horas al día para que transiten personas enfermas o escolares venezolanos que acuden a colegios colombianos. La falta de pasos oficiales habilitados les empuja a utilizar alguna de las veinte trochas informales que conectan con la cercana ciudad de San Antonio del Táchira en Venezuela. Pasar por estos senderos supone exponerse a la extorsión y vejaciones infringidas por los grupos que los controlan, entre los que se encuentran actores armados ilegales, clanes dedicados al narcotráfico, guerrilleros o simples delincuentes. No olvidemos que algunas trochas están en la región del Catatumbo, donde los acuerdos de paz no han tenido ningún efecto para frenar la actividad relacionada con el narcotráfico, el robo de hidrocarburos, las extorsiones, los secuestros y asesinatos o la instalación de minas antipersona.

El perfil de las personas que salen de Venezuela es cada vez más vulnerable

Ahora lo normal es que las personas que las cruzan hayan tenido que dejar como pago a estos grupos todo su dinero o cualquier cosa de valor que lleven consigo como ropa, zapatos o teléfonos. Llegan en la más absoluta pobreza; sin maleta, sin haber comido en días, con los pies destrozados y absolutamente desorientados. También se ha convertido en práctica habitual agredir sexualmente a mujeres y niñas o reclutar a los más jóvenes para engrosar las filas de estos grupos delictivos. Es un hecho que estos cruces irregulares han incrementado los riesgos asociados a la trata de personas, sin que lamentablemente exista información fiable al respecto.

Asimismo está creciendo el número de personas en situación migratoria irregular. De los más de un millón de migrantes venezolanos actuales, un 41% ya está en esa situación por haber superado el tiempo de permanencia en Colombia o por haber entrado sin autorización. Se trata de personas que en muchos casos no tienen documentación por no haber podido pagar un pasaporte antes de salir o que no han obtenido ningún tipo de permiso al entrar. Entre este grupo se encuentran también colombianos y colombianas que migraron a Venezuela en los años 80 y 90, que “compraron” una identidad venezolana, cambiaron en muchos casos su nombre y llegan ahora a un país que no les reconoce. Y es especialmente grave la situación de los niños y niñas apátridas que han nacido en suelo colombiano pero que no por ello adquieren la nacionalidad.

En definitiva, Cúcuta, Norte de Santander, Colombia y toda América Latina enfrentan una crisis migratoria de una dimensión y una gravedad espeluznante. Es necesario atender a un colectivo de personas enorme tanto en Colombia como en otros países de la región y seguir prestando alivio a los que siguen llegando, cada vez en condiciones más extremas. Sin obviar las consecuencias que esta llegada masiva está teniendo desde el punto de vista de la convivencia, provocando actitudes de rechazo en los países de recepción. En el caso colombiano, este fenómeno crece y en Cúcuta es más que evidente. Una ciudad y una zona que históricamente ha acogido a desplazados internos por el conflicto armado —que también necesitan de acompañamiento y cobertura de necesidades—, ve cómo la ayuda se destina en la actualidad a los que vienen de fuera.

Una ciudad que ha vivido de la frontera, formal o informal, asiste a una caída en picado de su actividad económica. Los sentimientos de rechazo crecen y se trasladan ya no solo a los albergues o los comedores, sino a los barrios donde se asientan esos miles de venezolanos que llegaron hace meses, a los colegios donde están escolarizados sus hijos y, en general, a cualquier ámbito de la sociedad. Una situación que convierte el flujo migratorio venezolano en una emergencia humanitaria que requerirá más atención para el que llegó, para el que sigue llegando y para el que lo recibe, durante bastantes más años de lo que estimábamos.

Fernando Mudarra es director general de Ayuda en Acción y Orlando Ortiz es coordinador de programas de Ayuda en Acción en Colombia.

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