Viejos
A mí, como a casi todos, me educaron para ser inmortal
Cuando me quejo por algún pequeño achaque, el hombre con quien vivo dice: “Estás viva”. Significa: “Si pasás algún tiempo sobre esta tierra, habrá desgaste de materiales. Quiere decir que estás viva: no te quejes”. Es una filosofía pragmática que me resulta inaplicable: a mí, como a casi todos, me educaron para ser inmortal. Al Alvarez escribe en En el estanque (diario de un nadador): “Otro indicio de la vejez es la gratitud que sentimos frente a cualquiera que todavía se dé cuenta de que tenemos alguna entidad. Hannah Arendt decía que una de las victorias del totalitarismo había sido despojar a sus víctimas de historia e identidad para pasar a tratarlas como estadística. La juventud (…) es un totalitarismo benigno”. Alvarez nació en 1929. Se dedicó a escalar hasta que a los 63 se quedó sin cartílago en un tobillo y empezó a nadar en los estanques de Hampstead Heath. El libro es un diario de esos “chapuzones” y una crónica acerca de cómo es envejecer. Mientras lo leía, también vi La mula, de Clint Eastwood, sobre un hombre que en su vejez transporta droga para un cartel mexicano; y las series El método Kominsky —la relación entre un actor añoso y su manager viejo— y Grace and Frankie: no sé si es buena pero es hermoso ver a Lily Tomlin y Jane Fonda obligadas a convivir a los 70, cuando sus maridos las abandonan para casarse entre ellos. Estos artefactos narrativos hablan de problemas de próstata, de sequedad vaginal, del terror a la muerte y a la enfermedad. Pero, en la vida real, no hablamos de esas cosas. Más bien, inventamos más y mejores eufemismos para mentar a los viejos: tercera edad, adultos mayores. Según la OMS, entre 2015 y 2050 la población mundial con más de 60 años pasará de 900 a 2.000 millones. Seremos muchos, pero vamos hacia la vejez sin saber —sin querer saber— cómo. O casi: dejamos que Netflix nos explique.
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