Buteflika, el último presidente de la república muerta
Fue el benjamín de la generación argelina de la independencia y es el superviviente de 60 años de golpes de Estado, asesinatos, guerras civiles y autoritarismo
Nada más lógico que sea un muerto quien gobierne en una república muerta. Abdelaziz Buteflika no está muerto del todo, pero está en “riesgo vital permanente”, que es lo propio de un moribundo, según el parte médico del hospital de Ginebra donde se halla internado, en los mismos días en que se acaba de presentar por quinta vez a las elecciones para la presidencia de la República de Argelia que se celebrarán el próximo 18 de abril. El rais argelino tiene experiencia en este tipo de jugadas. Si fue elegido presidente por cuarta vez en 2014, sin hacer campaña electoral ni aparecer en público, pues se hallaba postrado por un ictus sufrido un año antes, ¿por qué no iba a intentarlo de nuevo ahora en 2019, cuando nada ha cambiado y puede seguir haciendo la misma vida normal en su silla de ruedas, bajo extrema vigilancia médica, con la mirada perdida y emitiendo un murmullo incomprensible cuando pretende decir alguna palabra?
La presidencia vitalicia es el sistema más apropiado para las repúblicas muertas, que son solo repúblicas en el nombre, porque los resortes del poder, normalmente opacos y secretos, tienen alergia a cualquier posibilidad de alternancia. Buteflika, elegido presidente en 1999 y reelegido en 2004, reformó la Constitución en 2008 para poder presentarse por tercera vez y cuantas veces quisiera, optando así a morir como presidente, empeño en el que ahora se encuentra plenamente comprometido, cuando lleva ya 20 años en la jefatura del Estado y aspira a seguir hasta los 24 si su cuerpo, bajo perfusión y respiración asistida, pudiera aguantarlo.
La presidencia le llegó con 20 años de retraso. Se rodeó de un aura de reconciliador tras un decenio de guerra civil
No hay plan B. El presidente quiere morir en la cama y sus partidarios quieren que muera en la cama. Para seguir ganando tiempo. No tienen sustituto porque no hay quien mantenga los equilibrios ocultos del poder si no es con un presidente moribundo. Su hermano Said, 20 años más joven y hombre fuerte detrás de la cama del enfermo, no puede aspirar a una sucesión monárquica, aborrecida por la calle argelina, más republicana que sus dirigentes. Tampoco puede el otro peso pesado, el jefe del Estado Mayor, Gaid Salah, un obeso anciano de 79 años. Menos sentido todavía tendría que le tocara al tercer hombre fuerte, el jefe de los servicios secretos, Athmane Tartag, a pesar de que el espía en jefe ha sido históricamente un cargo decisivo en el régimen argelino, y a él se atribuyen no pocas decisiones vitales, como destituciones y nombramientos, o mortales, como la desaparición por métodos inconfesables de quien se convierta en una molestia.
El auténtico fundador del régimen fue el primer jefe de los servicios secretos, un legendario asesino profesional llamado Abdelhafid Boussouf, conocido por su nombre de guerra, Si Mabrouk. A su talento organizativo se debe la insólita inversión del orden usual en el nacimiento de una nación: en Argelia hubo Estado antes de que hubiera independencia, y este Estado tuvo su KGB, tan expeditivo como el original, antes de que llegara a existir como tal.
Esta estructura, conocida como Ministère de l’Armément et des Liaisions Générales (MALG), y las instituciones de espionaje que la han sucedido, ha sido la verdadera escuela de cuadros políticos y militares del régimen, la École Nationale d’Administration (ENA) argelina, al igual que el KGB en la Rusia de Putin. Boussouf fue quien reclutó a Houari Boumédiènne, futuro jefe del llamado ejército de las fronteras y luego presidente, instalado en Marruecos y en Túnez, al igual que reclutó a Buteflika, el benjamín de la revolución. Si Mabrouk se encargó también de asesinar personalmente en 1957 en Tánger al auténtico fundador político del Frente de Liberación Nacional (FLN), Abane Ramdane, un nacionalista laico, partidario de la preeminencia de la resistencia interior sobre la exterior y de la rama política sobre la militar. “Su asesinato constituye simplemente la toma del poder por los militares”, ha señalado el historiador Lyes Laribi en su Historia de los servicios secretos argelinos.
Las aspiraciones presidenciales de Buteflika, naturalmente vitalicias, vienen de lejos. En su generación de combatientes formados en la escuela de Boussouf, que son los que condujeron a su país a la independencia, no había partidarios de la reversibilidad del poder. El primer presidente, Ahmed Ben Bella, fue destituido en un golpe de Estado militar apenas tres años después de su nombramiento. Detalle notable es que tanto en su elección, todavía cuando estaba en la cárcel francesa, como en su derrocamiento, tuvo un papel destacado Buteflika, entonces su ministro de Exteriores, pero obediente y fiel subordinado de Boumédiènne. Este último, el segundo dictador del régimen, murió con las botas puestas, tras sus 13 años al frente del país, probablemente en Moscú, donde le estaban tratando de su enfermedad rara que le mantuvo en coma durante su último mes de vida. Con su desaparición empezó la travesía del desierto de Buteflika, candidato derrotado en los conciliábulos secretos en favor del coronel Chadli Bendjedid, ministro de Defensa del difunto.
El actual presidente fue expulsado del partido único, el Frente de Liberación Nacional, justo en la década de los ochenta, cuando Argelia introdujo un multipartidismo controlado. Los tribunales se abalanzaron sobre su gestión como ministro de Exteriores, sus cuentas en el extranjero y sus propiedades.
Como ministro de Exteriores había tenido momentos estelares en la época del esplendor tercermundista, como su presidencia de la 29ª Asamblea General de Naciones Unidas en 1974, cuando dio la palabra al presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, para que se dirigiera por primera vez a la reunión de todos los países miembros. Pero su tren de vida, como jefe de la diplomacia de uno de los países líderes de las revoluciones anticoloniales, no estaba entonces muy acorde con los ideales revolucionarios. Aunque se ha presentado siempre como un veterano combatiente revolucionario, en realidad fue siempre el secretario, protegido y chico de los recados, no siempre pacíficos, de Boumédiènne.
La presidencia le llegó con 20 años de retraso, nimbado por un aura tan gloriosa como artificial de pacificador, reconciliador y fundador de la república después del decenio negro de guerra civil, desencadenada en 1991 tras la victoria electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS) en la primera vuelta de unas elecciones generales que no tuvieron segunda vuelta porque los militares dieron un golpe de Estado, otro más. Su elección en 1999, por designio militar, recibió las bendiciones de Francia y Estados Unidos, que ya le habían protegido a distancia a través de Emiratos Árabes y Arabia Saudí, los países que cuidaron de su supervivencia durante los años de su exilio.
Gobierna un muerto, o, lo que es lo mismo, el cuerpo en estado vegetativo del último superviviente de la liberación y de las numerosas guerras civiles internas, pero gobierna en nombre de los muertos y sobre una montaña de muertos. No es extraño que los vivos, y especialmente los jóvenes, que son mayoría en este país, salgan indignados a las calles para oponerse a la perpetuación de la república muerta y reclamar la democracia, es decir, una república viva.
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