Terror en casa
Un día, el niño que vacunaste contra los virus muta en el virus propiamente dicho
Fuera hace un día de escándalo, luce ese sol que templa el ánimo y flota ese atisbo de primavera que hace que todo parezca posible. Dentro es noche cerrada, hay lobos aullando y reina esa atmósfera ominosa que presagia tormenta. Fuera, todos parecen felices menos tú, que lo tienes todo para serlo y no lo eres. Dentro, todo es triste y aciago y negro sin remedio. Porque dentro está la causa de todos tus bienes y tus males. Porque la noche oscura es tu alma, que ni vive ni descansa nunca del todo. Porque el lobo es carne de tu carne, lo que más quieres en persona. Y porque la tormenta es su cabeza mala o su maldad sin causa que le convierte en otro. Porque un día, el niño que vacunaste contra los virus muta en el virus propiamente dicho. Y lo tapas y lo cubres y lo disculpas esperando a que cambie. Porque va a cambiar, porque esto no puede pasaros, porque míralo ahí, dormido como un ángel, incapaz de hacer daño a nadie. Pero no cambia, y el ángel se torna diablo, y te mata en vida y tú eres a la vez su víctima y su abogado. Mal apaño.
De todas las películas de miedo que vi de niña recuerdo con pavor La profecía, con Gregory Peck y Lee Remick como aterrorizados padres de un angelical niño presuntamente poseído por el demonio que provocaba desgracias a su paso. Algo parecido me pasó con Tenemos que hablar de Kevin, la novela de Lionel Shriver donde unos padres son devastados por una adorable criatura, la suya, sin más tara que su maldad absoluta. Esta semana hemos conocido el caso de una madre devorada por su hijo, y el de otra que suplica que encierren al suyo por pánico a correr la misma suerte. Mientras debatimos sobre si somos buenos o malos padres, callamos sobre los hijos malos. Porque es tabú. Porque nos espanta. Porque el verdadero terror no está en libros ni películas, sino detrás de la puerta de la vecina que nos da los buenos días. O de la tuya propia.
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