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Columna
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El arraigo

Hay conocimiento, orgullo, vitalidad y una energía maravillosa en quienes no emprendieron el éxodo

La ría de Bilbao.
La ría de Bilbao.Carlos de Andres (Cover / getty)
Edurne Portela

Nuestras abuelas lo llevan en la frente. Como tantos mayores de nuestros pueblos. Sentir vergüenza del lugar de donde vienen. Esconder las manos en los bolsillos de sus batas cuando llega visita de fuera. (…) Trabajar sin descanso para que sus hijos se puedan marchar. Asimilar como normal todo lo que se les arrebató y las convirtió en ciudadanas de segunda”. Este pasaje pertenece a Tierra de mujeres, un ensayo donde María Sánchez habla de las mujeres que, en contra de la inercia de la historia, no dejaron sus casas familiares ni su tierra, que se quedaron con sus hombres o sin ellos en el campo, que resistieron el éxodo masivo a la ciudad desde los años sesenta hasta el presente. La palabra “arraigo” cobra nueva fuerza bajo su perspectiva. Es resistencia, tesón, amor a la tierra, a sus ciclos, sus animales, pero, sobre todo, el arraigo es consecuencia del trabajo de estas mujeres. Hay mucho conocimiento, orgullo, vitalidad y una energía maravillosa en esta defensa. “Nos toca no avergonzarnos de nuestras raíces ni de nuestras manchas. Nos toca contar”. Escritora y veterinaria, Sánchez se cuenta a sí misma, a sus compañeras de campo, a sus predecesoras, y con eso nos enseña también a mirar al presente y el pasado de una España rural para muchos desconocida. Lo es para mí, a pesar de que me crie rodeada de personas que provenían de esos lugares de los que habla María Sánchez.

Nada más acabar la lectura de Tierra de mujeres y todavía con las palabras luminosas de Sánchez resonando, releo Cacereño, de Raúl Guerra Garrido, una novela publicada hace 50 años, casi los mismos años que separan a autor de autora. A pesar de esa distancia que podría parecer insalvable, sus obras dialogan. Si Tierra de mujeres habla del arraigo, de las mujeres que son raíces, Cacereño lo hace del desarraigo, la otra cara de la moneda. Escrita a finales de los años sesenta, es el relato contemporáneo de aquellos hombres que emprendieron el éxodo al norte (Euskadi en este caso) y cambiaron la tierra por trabajos no menos duros, como el de peones en las fábricas del Nervión y el Urumea, albañiles en la construcción de casas donde se hacinaban más inmigrantes, marineros de secano que no duraban ni una temporada en la mar. “Cacereño”, “coreano”, “maketo”, “manchurriano” eran las palabras despectivas que determinaban su nueva identidad. Por ese desprecio el protagonista, Pepe Bajo, también esconderá sus orígenes, no ocultará las manos en los bolsillos de la bata pero se comprará ropa nueva con el primer sueldo para quitarse “la piel de manchurriano”. No querrá volver al pueblo extremeño donde “su destino estaba marcado, sería un pobre como lo fue su bisabuelo, su abuelo, su padre y lo serían sus hijos y nieto”. Pepe conoce a Izaskun, una joven vasca que hace del amor posibilidad de arraigo. Acepta las raíces euskaldunes de la que se convierte en su esposa e incluso acaba hablando euskera a la hija de ambos. La niña Maite Bajo, la pequeña “maketa”, representa a muchas niñas nacidas a finales de los sesenta o principios de los setenta, como esta Edurne Portela que escribe. Tendrá una doble herencia: la del arraigo a la tierra de la madre, esa Euskadi convulsa hasta la violencia, y la del desarraigo del padre, el pueblo al que nunca volverán y donde quedaron, tal vez, mujeres como las de la tierra de María Sánchez, que trabajaron sin descanso para que sus hijos se fueran.

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