Salve, amigo
Los que nos hemos quedado solos y hechos polvo somos nosotros, los casi vivos
Quienes trataron a Carmen Balcells, la agente literaria más eficaz de Europa, sabían que era una madre con sus autores, pero un verdadero lobo feroz con los editores. Tenía un carácter y una fuerza descomunales y nadie, ni los más poderosos, osaban ponerle la proa. Todos la temían, menos uno. Había un editor a quien Carmen mimaba y cuidaba como a un hijo que le hubiera salido mejor horneado que sus autores. En las añoradas comidas y cenas de la agencia estaba siempre alerta e inquieta, con las antenas puestas en Claudio López de Lamadrid. “Un poquito más de lubina, Claudio, que es muy saludable y ni se te ocurra dejar el puré de nueces, que me las traen de la Columbia Británica”, y así sucesivamente. Se le caía la baba. ¿Celos? Pues sí, qué pasa, pero muy atemperados porque a todos y a todas, perdón por el socialismo, se nos caía la baba con Claudio. Él, con aquella sonrisa de niño grande (porque era grande, alto, robusto, úrsido) se dejaba querer. Pues con razón todos le querían porque fue generoso, amable, gozoso, agudo, gruñón, cordial, un ciudadano magnífico.
También, al parecer, la Parca debía de quererle porque se lo ha llevado en cuanto ha podido, mucho antes de lo que habría sido respetable. Y el único consuelo es que, precisamente por favoritismo, se lo ha llevado en un chispazo, un infarto fulminante del que no se enteró ni él. Es el gran privilegio de algunos elegidos: no se verá menguar, decaer, buscar las gafas cuando las lleva puestas, ni poderse atar los cordones de los zapatos. Seguirá ya para siempre con su aspecto de senador romano de sonrisa olímpica. Tiene Bécquer aquel verso famoso: “¡Qué solos se quedan los muertos!”. Sucia mentira. Los que nos hemos quedado solos y hechos polvo somos nosotros, los casi vivos.
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