La España de las desigualdades
Sin necesidad de subirse al tren, solamente contemplando el mapa de las vías, uno tiene una visión de las prioridades políticas y económicas
Decía Trotski que la mejor manera de conocer un país era viajar en sus trenes. Y lo ejemplificaba con su visión de la estación del Norte de Madrid, a donde arribó de paso hacia América en 1916 en su huida de la Unión Soviética: “Cuando, al llegar a una nueva ciudad, una multitud os arrebate la maleta de las manos y, al mismo tiempo, os propongan limpiaros las botas —un “limpia” para cada uno—, comprar periódicos, cangrejos, cacahuetes…, podéis estar seguros de que la ciudad deja bastante que desear desde el punto de vista sanitario, de que hay mucha moneda falsa en circulación, de que las tiendas cargan los precios sin piedad y de que las chinches abundan en las fondas…”.
La estación del Norte de Madrid ha cambiado mucho en un siglo, como los trenes que recorren el país, pero la aseveración de Trotski de que la mejor manera de conocer cualquiera de ellos es viajando en sus ferrocarriles sigue vigente. Incluso no es necesario subirse al tren. Basta con observar el trazado ferroviario para hacerse una idea de su articulación, así como de la modernidad o no de sus infraestructuras, y, en resumen, de la articulación y la modernidad mayor o menor de un país concreto. El caso español en esto es paradigmático. Sin necesidad de subirse al tren, solamente contemplando el mapa de las comunicaciones férreas, uno tiene una visión de las prioridades políticas y económicas y, en consecuencia, de las desigualdades a las que estas abocan a unas regiones respecto de las otras. Junto con grandes territorios prácticamente incomunicados conviven otros atravesados por numerosas vías férreas y, al mismo tiempo, coexisten trenes de alta velocidad que comunican ciudades y territorios lejanos en muy poco tiempo con otros de la época, si no de Trotski, sí de Machado, como el de Soria. Incluso hay territorios enteros sin comunicación por ferrocarril entre ellos, como sucede con el llamado Oeste español (por su situación geográfica y por su lejanía mental).
Esta semana ha vuelto a ser noticia el tren de Extremadura, el único que comunica una región de un millón de habitantes con el resto del país en un viaje de casi seis horas desde Badajoz para una distancia que hacia otros destinos los trenes de alta velocidad alcanzan en menos de dos, y lo ha sido por un nuevo incidente: 150 personas pasaron la noche en mitad del campo a temperaturas invernales al averiarse el tren que los trasladaba a Madrid. No era la primera vez. Las protestas han redoblado en Extremadura poniendo de manifiesto el malestar de los extremeños por el estado de sus comunicaciones, pero pocos han reparado en lo que estas traslucen, que no es otra cosa que la existencia de varios países dentro de España y no solo a nivel lingüístico y cultural. Que hay una España de dos velocidades políticas todos lo sabíamos, pero que estas se traducen en dos velocidades económicas y de atención a los ciudadanos en función de cuántos son y dónde viven es algo que algunos solo vislumbran con estas noticias, lo cual es lógico dada la insolidaridad creciente que la división de España en autonomías ha trasladado a los españoles por más que les duela a nuestros políticos reconocerlo. Son ellos mismos con sus actuaciones los que exacerban esa insolidaridad y los que acrecientan las diferencias territoriales en base a sus intereses políticos, como los españoles podemos comprobar día tras día. El estado de las autonomías, tan alabado por casi todos durante un tiempo, se está convirtiendo en el de las desigualdades sin que nadie parezca querer corregir esa inercia, tan peligrosa además de injusta.
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