El dilema soberano
Mientras Europa está en el diván, el mundo seguirá girando
La Gran Recesión ha sido como una cerilla que, arrojada al combustible, ha hecho detonar profundos cambios globales.
Estamos en un mundo más integrado en el que el peso relativo en la riqueza de Occidente decrece y se desplaza a las potencias emergentes, reequilibrando el poder a nivel mundial. Este contexto ha favorecido importantes avances en desarrollo —por ejemplo, las agencias internacionales señalan que África ha reducido sus niveles de pobreza severa, mortalidad infantil y mejorado su esperanza de vida—. Sin embargo, esta transformación no ha sido óbice para que dentro de los países la desigualdad económica se haya disparado, trayendo consigo importantes desajustes sociales y políticos.
Tenemos encima una revolución tecnológica que, entre robots e inteligencia artificial, creará y destruirá empleos —y tareas— de manera acelerada. Ya no es solo el reemplazo de mano de obra no cualificada, también de talento en una lógica de transformación productiva que será intensa. Un mundo de oportunidades, pero en el que no todos los sectores sociales tienen el capital humano para hacer frente al cambio. Además, se hace más complicado compensar a los sectores económicos damnificados cuando los ganadores del cambio ni siquiera se gestan nacionalmente.
Además, el cambio demográfico es imparable. Las sociedades occidentales son cada vez más longevas —algo positivo— pero tenemos unos Estados de bienestar diseñados para un mundo de posguerra, cuando el concepto “trabajo” lo vertebraba todo de la cuna a la tumba. Los jóvenes, que cada vez son menos (a la inversa que al otro lado del Mediterráneo), difícilmente se beneficiarán del cambio estructural que impulsó la movilidad de sus padres. La volatilidad y precariedad en el empleo hacen que hoy nuestros sistemas sociales tengan dificultades para proteger a los más vulnerables.
Incluso el cambio climático y la sostenibilidad energética de nuestras sociedades se entrecruzan con lo anterior. Elementos con importantes derivadas que afectan desde la gestión de la migración hasta nuevos equilibrios geopolíticos. Por lo tanto, si sabemos que todos estos cambios suponen retos para nuestras sociedades y que son difícilmente abordables desde un solo país, ¿podremos confrontarlos desde Europa?
Los estudios demuestran que una de las razones de la severidad de la crisis económica en la zona euro ha sido de gobernanza política —es decir, de legitimidad democrática de los severos ajustes aplicados a unos electorados nacionales que, ante estos costes, optan por partidos que quieren frenar la unión—.
Ello genera un dilema. De un lado, la única manera de ganar soberanía en ejercicio, no sobre el papel, es integrarse (porque las naciones europeas son tan débiles que por separado no pueden). Del otro, que sin el pilar social y más legitimidad de las decisiones, el proceso seguirá estancado. Y mientras Europa está en el diván, el mundo seguirá girando.
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