Desafío europeo
Las elecciones de mayo son una cita transcendental para el futuro de la UE
Este año el avance internacional de las fuerzas ultras tendrá su gran cita mundial en las elecciones europeas de mayo. Una contienda que tradicionalmente generaba indiferencia entre los votantes ha adquirido ahora una significación trascendental. Lo que está en juego es de carácter existencial: la defensa de un modelo de democracia, el valor que otorguemos a los mecanismos de control del poder, el proceso de integración europeo, los valores que forman parte de nuestra tradición humanista y el Estado de derecho.
Bruselas afronta su año electoral y de nuevo reparto de responsabilidades institucionales en un escenario de fragmentación política protagonizado por frágiles coaliciones minoritarias en los Gobiernos de la mitad de los países europeos. Esta inestabilidad hace más imprevisible el lento cambio de poder en la Alemania de Angela Merkel. Tampoco para Emmanuel Macron soplan vientos favorables; fuertemente debilitado en su país, su presencia como defensor de una integración más completa parece colocarle como director de una orquesta en la que nadie toca su misma partitura. Por un lado está una Liga hanseática que bloquea las necesarias reformas del euro, pero también un Gobierno en Italia que representa el primero nítidamente populista de la Unión, y un discurso abiertamente iliberal y radicalizado que crece como una hidra en el corazón de Europa enarbolado por el Grupo de Visegrado y jaleado por una parte de la antigua Mittleleuropa con el canciller austriaco a la cabeza.
La debilidad de las relaciones transatlánticas, con el unilateralismo y el lenguaje de la fuerza impuesto en el orden internacional, sitúan a una Europa en el mundo sin más opción que afrontar su desconcierto en soledad. El escenario pos-Brexit es imprevisible aunque no se constata su efecto dominó, y son también preocupantes las tensiones abiertas entre Bruselas y el Kremlin. Mientras la lógica de los hombres fuertes se impone en la mesa de las negociaciones mundiales, la Unión Europea permanece como gran baluarte del orden liberal.
Pero conviene no ser demasiado condescendientes. El cortoplacismo nacionalista no es patrimonio exclusivo de las fuerzas ultras contestatarias, y con demasiada frecuencia este ha frenado unas reformas que si no se llevan a cabo multiplicarán las contradicciones que han hecho posible el auge eurófobo. A pesar del importante avance que supuso hace 20 años la creación del euro, sigue sin desarrollarse, por ejemplo, un brazo fiscal común que acompañe a la política monetaria para confrontar entre todos turbulencias económicas que parecen en ciernes. Muy a menudo la excesiva tecnificación del engranaje comunitario ha priorizado la eficacia frente a la legitimidad de origen: la de la participación ciudadana y politización de grandes decisiones que a veces han parecido solo concernir a sus élites. Y sin embargo, en vista del panorama actual, es obvio que esa eficacia como fuente de legitimidad no ha sido suficiente. Pero si queremos una Unión Europea a pleno rendimiento y que recupere la percepción perdida de malla protectora hacia su ciudadanía necesitamos una mayor clarificación del reparto competencial entre instituciones comunitarias y Estados miembros; Bruselas debe ocuparse solo de áreas claras donde su papel es indispensable, respetando así el principio de subsidiariedad, para evitar ser convertida siempre en el chivo expiatorio de los debates políticos nacionales.
Ahora que se busca destruir o debilitar la Unión y lo que representa —una historia de éxito innegable en la consolidación de paz y bienestar social— la apuesta sobre su futuro debe ser el apoyo inquebrantable a su integración y a las fuerzas europeístas que quieren transitar ese camino. La mejor forma de proteger la idea de Europa es el avance firme en las áreas donde es necesaria la integración mientras se contribuye a que las decisiones sean adoptadas lo más cerca posible de la ciudadanía: política exterior y de defensa, reforma del euro, gestión común de las migraciones y desarrollo social que asegure oportunidades para las nuevas generaciones. Solo así la UE se adaptará a un mundo hostil a los valores que representa: tolerancia y solidaridad. La trascendente cita electoral de mayo debería situarlos en el corazón de su agenda.
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