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Tribuna
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La esperanza tunecina

Túnez mantiene todavía abierta su transición democrática ocho años después de la ‘revolución del jazmín’ que empezó en diciembre de 2010

Lluís Bassets
Nicolás Aznarez

Extraño e interesante país. Crucial, a pesar de su tamaño limitado. Allí arrancaron las revueltas árabes de 2011 y allí se mantiene viva todavía la esperanza gracias a sus libertades, su democracia parlamentaria y su Estado de derecho como un auténtico islote en un océano de dictaduras, opresión y arbitrariedad.

Todo es excepcional en la transición tunecina a la democracia, iniciada el 14 de enero de 2011, tras el derrocamiento y huida del dictador Ben Ali, empujado por la imparable rebelión juvenil que estalló un 17 de diciembre de hace ocho años, tras la muerte de Mohamed Buazizi, un vendedor de fruta de una localidad del Túnez interior, Sidi Bouazid, que se prendió fuego con gasolina después de que la policía le incautara la mercancía.

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Fue el arranque y el modelo de las primaveras árabes en aquel año sin parangón en que cayeron tres dictadores uno detrás de otro —Ben Ali, Mubarak y Gadafi— y ahora es el único país donde la revolución no ha retrocedido ni ha sido vencida por la contrarrevolución —como en Egipto— ni ha quedado destruido por la guerra civil —como en Libia, Yemen y Siria.

Nadie puede garantizar, sin embargo, que la excepcionalidad democrática tunecina esté perfectamente consolidada ni que su transición democrática se pueda dar por culminada. Ante todo, porque han sido escasos los efectos de la democracia en la vida cotidiana de los tunecinos. "No ha habido transición económica, ni democracia económica", suelen decir los sindicalistas tunecinos. No basta con disfrutar de la libertad de expresión, el derecho de voto o la proliferación de opciones políticas. Extender un estado de bienestar que es ya de por sí muy débil, crear puestos de trabajo, reducir las desigualdades y mejorar la educación y los servicios de salud son condiciones indispensables para el asentamiento de la democracia.

A esta construcción le faltan además dos piezas institucionales. De una parte, la polarización política entre islamistas y laicos y la fragmentación partidista —especialmente dentro del campo laico— han impedido hasta ahora la coronación del edificio constitucional con la elección de la corte suprema que haga de árbitro en los litigios que afectan a la interpretación de la carta magna. De la otra, tampoco se ha completado el reconocimiento de los derechos individuales consagrados por la Constitución a la mitad femenina de la población en lo que afecta a la herencia, una cuestión en la que una más que discutible tradición coránica atribuye a los hombres el derecho a heredar el doble de lo que tienen derecho a heredar las mujeres.

Ambas cuestiones son cruciales para los tunecinos pero también para el conjunto del mundo árabe y musulmán. Que un país de mayoría islámica pueda terminar felizmente su edificio constitucional, democrático, laico y liberal, establece un precedente y es un estímulo para que otros países de la misma geografía y cultura lo intenten de nuevo, después de la frustrante experiencia de 2011, al igual como la igualdad tunecina en el derecho de herencia estimulará a que todas las mujeres de la geografía islámica, ahora desposeídas, lo reclamen y obtengan también algún día.

La igualdad entre hombres y mujeres ante la herencia es uno de los conflictos abiertos que polariza la sociedad

El ritmo de la transición tunecina entrará en 2019 en un punto de vértigo, en el que todo se jugará a cara o cruz. Habrá elecciones presidenciales por segunda vez desde la caída del dictador y también generales. Se preparan fuertes movilizaciones sociales. La calle sigue siendo de los jóvenes, pero quienes están en el poder todavía son los viejos: hay por tanto una transición generacional que pugna por fraguar con este ciclo electoral. Al actual presidente Beji Caid Essebsi, de 92 años, le tienta el ensueño de repetir. Rachid Ganouchi, de 77 años, líder y fundador del muy influyente partido islamista En-Nahda, que ya ha estado en el poder y ha sabido abandonarlo pacíficamente, también cuenta con admiradores que quisieran verle como presidente.

Desde la revolución, han salido de Túnez hacia el exilio económico y profesional más de 100.000 jóvenes. Este drenaje de la excelencia tiene su contrapartida en otro drenaje, este muy peligroso, como es el de la delincuencia y el terrorismo, en el que Túnez también ha destacado. Las autoridades reconocen que 800 jóvenes tunecinos han regresado ya de Siria, donde han estado combatiendo al lado del Estado Islámico. Otra excepción tunecina, bien extraña siendo el país políticamente más avanzado de la región, es que haya sido el lugar de donde ha salido una mayor proporción de combatientes terroristas, entre 3.000 y 6.000 según distintas evaluaciones.

El mayor riesgo para Túnez es geopolítico. Su geografía y su entorno le conducen a integrarse en las líneas de fractura y de conflicto árabes e islámicas, sometidas actualmente a una guerra fría entre un islam autoritario y trumpista, que representan Arabia Saudí, Emiratos y Egipto, y el islam iliberal pero democrático de Erdogan y los Hermanos Musulmanes, aliados ahora con Rusia e Irán. Las protestas populares suscitadas por la visita reciente a Túnez del príncipe sospechoso de asesinato Mohamed bin Salman, las únicas en todo el mundo árabe, expresaron muy bien la excepcionalidad de la libertad y la sintonía de la calle tunecina contra el autoritarismo saudí.

La geopolítica árabe e islámica gravita sobre la política tunecina con mayor fuerza que la atracción de la UE

Para amortiguar el riesgo de verse engullido en el conflicto intraislámico, Túnez necesita de la Unión Europea. Los tunecinos, nueva excepción, han hecho una transición sin pista de aterrizaje. Su destino natural hubiera sido una geografía política árabe en la que hubieran triunfado las revoluciones democráticas, pero ha ocurrido exactamente lo contrario, y ahora el peligro que acecha es que sea engullido por la contrarrevolución en cualquiera de sus formas.

Túnez se halla más cerca del núcleo duro de la Unión Europea que algunos de sus países miembros y, por supuesto, que muchos de los vecinos continentales con expectativas de incorporación. Y eso es así no tan solo por su sistema político, sino sobre todo por la vocación europeísta de sus dirigentes y de su población, incluyendo incluso buena parte del islamismo democrático.

Esta pasada semana la senadora italiana, exministra de Exteriores y excomisaria europea Emma Bonino, ha encabezado una delegación del ECFR (European Council on Foreign Relations) que se ha entrevistado con todo el espectro de fuerzas políticas, sociales y sindicales, con el objetivo de promover mejores políticas europeas en relación a este vecino del sur del Mediterráneo en un momento tan delicado de su transición. Justo cuando la Unión Europea ha dejado de representar un atractivo para muchos, tal como ejemplifica el Brexit o el cambio de actitud de Turquía, los tunecinos siguen buscando en Europa la pista de aterrizaje que su entorno geopolítico no les da. Europa está muy pendiente de sí misma y acaso de Rusia, pero algo más de su atención debiera dedicarse al sur del Mediterráneo donde también se juega su futuro y cuenta además con su mejor aliado dentro del mundo árabe e islámico.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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