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Columna
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Daniel Ortega Somoza

El dictador está desnudo aunque se empeñe en cantar himnos sandinistas y lanzar proclamas vacías

Ramón Lobo
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, durante la XVI Cumbre de la ALBA.
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, durante la XVI Cumbre de la ALBA. STRINGER (REUTERS)

Nicaragua es el país latinoamericano al que más se le nota la revolución. Sigue pobre, pero aprendió a leer y a pensar. Toda una generación que creció sintiéndose orgullosa de sus logros vive el orteguismo como una decepción vital. La ambición desmedida y la corrupción han convertido a uno de los padres de aquella gesta en un remedo del somocismo que desplazó.

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Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, han optado por el enroque y la represión. Decenas de viejos sandinistas como Carlos Mejía Godoy se han exiliado; otros fueron detenidos o guardan silencio. Regresó el miedo a las calles de Nicaragua. Desde que empezaron las manifestaciones en abril, todas pacíficas, han muerto más de 300 personas; otras 500 están detenidas.

La policía antidisturbios y las bandas paramilitares han atacado a estudiantes y madres, a las que llamaron vandálicas. Lo que comenzó como una protesta contra la reforma de las pensiones se transformó en una minirrevolución contra los abusos y la ineficacia del Gobierno.

Protestar hoy contra el presidente se considera un delito de terrorismo. Se acumulan las denuncias de torturas. El régimen ha criminalizado a los manifestantes, golpeado a los periodistas y asaltado las instalaciones de los medios de comunicación que considera enemigos. Esta semana la policía se incautó de ordenadores y documentos de las redacciones de las empresas periodísticas de Carlos Fernando Chamorro, hijo de la expresidenta Violeta Chamorro. Los agentes carecían de orden judicial, un puro formalismo porque el presidente ha acabado con la independencia de las instituciones.

Ortega se comporta como Somoza. Su Asamblea Nacional acaba de declarar ilegales cinco ONG que considera críticas. La policía saqueó poco después sus sedes. Para la pareja consorte todo lo que no sea alabanza y obediencia debida es alta traición. Los empresarios que tanto ganaron en el reparto del pastel con el orteguismo empiezan a abandonarle, eso sí, con sordina para evitar represalias.

Lo que sucede en Nicaragua es un reto para la izquierda. La lucha contra un capitalismo desbocado que utiliza la globalización para restar poder a los Estados, y el repunte de la xenofobia y de la extrema derecha, no pueden ser una excusa para no criticar a los Ortega-Murillo. Sería parte de la misma ceguera que ha permitido la irrupción de Vox.

La batalla no está en los eslóganes ni en el merchandising de las revoluciones de los años sesenta y setenta del siglo XX, está en la gente que lucha contra el abuso no importa la ideología del abusador. Ortega eligió el mismo bando de los Pinochet. El dictador está desnudo aunque se empeñe en cantar himnos sandinistas y lanzar proclamas vacías. La impostura ha terminado. La lucha, no.

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