Votar “mal”
Más de un británico estará ahora pensando que ellos son el ejemplo de que el sufragio erróneo existe
¿Puede un papel depositado en una urna convertirse en un disparo en el pie? Más de un británico estará ahora pensando que ellos son el ejemplo de que sí, de que el sufragio erróneo existe. Con su Gobierno incapaz de cumplir el mandato del Brexit y preparando al país para una posible ausencia de acuerdo (caída del PIB, falta de bienes básicos, Ejército en las calles), resulta difícil defender que el difuso beneficio de recuperación de soberanía nacional compensa el eventual coste inmediato de la salida brusca de la UE.
Y, a pesar de lo evidente de dicho coste, las encuestas muestran que solo una leve mayoría estaría a favor de repetir el referéndum. Así, Reino Unido se suma a la lista de países que toman una decisión en las urnas para después encontrarse con que las consecuencias son peores de lo esperado, pero sin que el resultado obvio sea una reconsideración colectiva.
La lección de la historia es que un conjunto nutrido de personas que se identifica a sí mismo como pueblo necesita algo de una magnitud terrorífica (un holocausto, una guerra) para arrepentirse de lo que decidió de forma colectiva: cambiar de opinión cuando ha sido fijada como parte de una identidad grupal es oneroso. Lo es para los primeros que rompan con el pensamiento común, pues serán tachados de traidores. Lo es para todos, de hecho: a las personas nos gusta la sensación de coherencia porque nos retrata como navegantes de timón firme. Si un factor externo muestra que nuestro juicio era errado, nos tocaría aceptar que otros pueden serlo también.
En ese sentido, las ideologías que ofrecen soluciones simples a problemas complejos nos protegen ante la incertidumbre. Cuando alguien las ataca, cuando de hecho indica que no solo no reducen el caos sino que lo producen, la reacción primaria es de rechazo. Porque a nadie le gusta que le digan que se está enfrentando mal al mundo. Menos aún que se lo suelten en tono pontificador desde instancias pretendidamente elevadas. Qué es y qué no votar “mal”, y cuál es el coste máximo a cambio de que este voto se realice, es algo que preferimos descubrir por nosotros mismos. Y aquí es donde queda atrapado aquel que desde el principio advirtió sobre el coste del voto: no tiene más opción que la de comentar discretamente cómo el precio va subiendo. Esperando a que llegue un punto de ruptura, uno en el que el otro lado admita que no puede pagarlo. @jorgegalindo
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