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Columna
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‘Per aspera ad astra’

El disco de oro de las sondas 'Voyager' contiene muchas otras cosas que pretenden describir nuestra especie y su posición en el cosmos

Javier Sampedro
Ilustración cedida por la NASA que muestra las posiciones de la sondas espaciales Voyager 1 y Voyager 2 en el exterior de la helioesfera.
Ilustración cedida por la NASA que muestra las posiciones de la sondas espaciales Voyager 1 y Voyager 2 en el exterior de la helioesfera. NASA/JPL-CALTECH HANDOUT (EFE)

Por la penalidad a las estrellas, significa ese latinajo, y es uno de los mensajes grabados en el disco de la sonda Voyager 2, que acaba de abandonar nuestro sistema solar. Su colega Voyager 1 ya lo hizo en 2012, y llevando el mismo disco a bordo, pero cada sonda se dirige ahora a unos destinos estelares muy distintos. Nuestra protagonista, Voyager 2, llegará dentro de 40.000 años a las cercanías de Ross 248, una estrella situada en la constelación de Andrómeda, aunque demasiado débil para que la veamos con el ojo desnudo. Voyager 2 no va a posarse en ningún planeta para entregar su mensaje por correo certificado ni nada por el estilo. Si hubiera seres inteligentes allí dentro de 40.000 años, tendrían que salir a atrapar la sonda y poner a sus mejores matemáticos y lingüistas a descifrar el mensaje terrícola.

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El disco de oro de las sondas Voyager contiene muchas otras cosas que pretenden describir nuestra especie y su posición en el cosmos. No sé hasta qué punto lo consiguen, pero desde luego plantean una interminable sucesión de preguntas de gran calado. El disco incluye imágenes de la vida cotidiana, como una mujer en un supermercado, un tipo calvo con evidente sobrepeso zampándose una chuleta junto a otro que está bebiendo con un porrón de vino, la página 6 de los Principia donde Newton explica su experimento mental de la bala de cañón que se pone en órbita y otro centenar de imágenes. Esto da por hecho, para empezar, que los marcianos de Ross 248 tienen ojos; que pueden interpretar esas imágenes, y por tanto necesitan algo similar a nuestro cerebro visual; que saben que comer y beber da placer y obesidad. ¿Es mucho suponer? Gran cuestión.

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En otro ejemplo de osadía, esta vez del subgénero político, el disco contiene un mensaje de Kurt Waldheim, que era el secretario general de la ONU en 1977, cuando se lanzaron las Voyager. Diez años después, cuando las sondas andarían aún a la altura de Júpiter, los periódicos revelaron que Waldheim había trabajado para la inteligencia militar de la Wehrmacht, las fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi. Si algún día un hombrecito verde descifra el disco de oro, nuestro primer embajador interestelar será un nazi. Planazo.

Otros cortes del disco presentan conceptos matemáticos, el átomo de hidrógeno, el sistema solar, la doble hélice del ADN, unas pinceladas de química elemental y un montón de música: Bach, Mozart, Beethoven, Stravinski, folclore de medio centenar de culturas y hasta el Johnny B. Goode de Chuck Berry. Cada uno de estos mensajes sugiere asuntos que tendrían ocupada a una manada de semiólogos durante la mejor parte de su vida. Por ejemplo, las diferencias entre Mozart y Stravinski pueden objetivarse con precisión matemática, pero ¿y las emociones tan distintas que nos produce cada compositor? ¿Se sentiría triste un marciano al oír un blues, eufórico con una marcha militar?

Mi mensaje favorito del disco de oro, sin embargo, es una grabación de las ondas cerebrales de Ann Druyan, escritora y productora de documentales científicos de gran calidad. Druyan se sometió al lector electroencefalográfico mientras pensaba en una serie de cosas acordadas, como los problemas de la civilización, la historia de la Tierra y el amor romántico. Un neurólogo humano no sabría muy bien qué hacer con esos registros cerebrales, pero quizá los Ross 248-ianos sean más listos y entiendan el fondo de la cuestión. ¿Seguro que a Druyan no se le escapó un pensamiento inconveniente? Per aspera ad astra.

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