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Tribuna
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Un día de vacaciones

En varios países de Europa las elecciones al Europarlamento parecen poco importantes porque no están destinadas a elegir Gobierno, pero en mayo de 2019 las cosas serán muy diferentes

Luciana Castellina
Eduardo Estrada

En Italia por lo menos, pero creo que lo mismo ocurre en otros países, las elecciones europeas siempre han sido percibidas como una especie de día de vacaciones. Parecen poco importantes, por no estar destinadas a elegir Gobierno alguno, y de esa manera, se ven como una oportunidad para otorgar nuestro voto a un candidato simpático, pero de una lista no determinante, algo que uno no puede permitirse en las elecciones nacionales, ante el chantaje del llamado voto útil. Esta vez, sin embargo, en mayo de 2019, las cosas serán diferentes: con independencia de la opción elegida, el voto europeo se ha vuelto extremadamente importante para todos.

La causa de esta desorientación es el nuevo espectro que recorre el continente: el soberanismo

Ello no se debe a una renovada confianza en la Unión Europea, sino más bien, por el contrario, al crecimiento de quienes hoy la detestan y confían en que, gracias a los votos obtenidos, pueda configurarse un Parlamento que decrete su fin. Y, a la inversa, para aquellos que quieren reafirmar que, en cambio, es digna de ser salvada.

La cuestión de los emigrantes —asociada al feminismo— se ha convertido en todas partes en asunto de división

Entre estos últimos hay muchos votantes que, en realidad, querrían cambiar Europa y que creen que mantenerla con vida resulta esencial. Son votantes de izquierda en un sentido amplio, aunque pocos de ellos sigan perteneciendo a un partido: y es que nunca como ahora, por todas partes, se ha visto el paisaje político de ese signo arrasado por un tsunami como el que ha modificado recientemente su fisonomía. Quebrando partidos y diferenciando culturas y valores que hasta ahora los habían mantenido unidos.

La causa de esta desorientación es el nuevo espectro que recorre el continente: el soberanismo, que, más que una vuelta al amor patrio, se caracteriza por el odio hacia quienes no forman parte del vecindario. Los soberanistas han encontrado sus referencias decididamente en la derecha, más o menos en todas partes, a pesar de que muchos siempre habían votado a la izquierda: ha ocurrido en Italia, está ocurriendo en Francia, en Alemania, en Dinamarca, etcétera. Ahora, con el éxito de Vox en Andalucía, también ha ocurrido en España, un país que parecía resistir.

Menos claro es cómo votará un no soberanista de izquierdas. En Francia, el Partido Socialista ha caído catastróficamente hasta el 6% y, además, su secretario, Hamon, está construyendo como alternativa una nueva lista, Generations; el Partido Comunista, después de haberse emparentado con Mélanchon en la Unione de Gauche y al no poder seguirlo en Francia Insumisa debido a su acentuado trumpismo, se verá obligado a presentarse por su cuenta, bien consciente de no tener muchas esperanzas de éxito.

El elector alemán también se halla sumido en dificultades, porque el SPD se muestra cada vez más erosionado por los cantos de sirena racistas y, de hecho, en cada proceso electoral sufre un derrumbe, y Die Linke, una de las formaciones europeas más importantes a la izquierda de la socialdemocracia, ha visto nacer en su propio seno un movimiento (aunque todavía no un partido alternativo) llamado Aufstehen, (Alzarse), dirigido por su propia líder en el Bundestag, la muy popular Sarah Wagenknecht, un movimiento similar al de Mélanchon.

También en Italia, el virus del soberanismo socava la ya resquebrajada izquierda. No son pocos, y pertenecientes incluso a este electorado, los que en este país, tradicionalmente ultraeuropeo, parecen ahora víctimas del nacionalismo. Una actitud especialmente curiosa en un país en el que, desde su propio nacimiento como nación, nunca hubo excesivo amor por el Estado italiano, al que se consideraba ilegítimo, como resultado de la ocupación de los odiados Saboya, que hablaban francés y no italiano. Ahora parece, en cambio, que si sus vidas las decidieran, como ayer, Gobiernos italianos en lugar de europeos, las cosas irían milagrosamente

Pero además de en la cuestión del soberanismo, las sociedades europeas también parecen estar divididas en todo lo demás: basta con ver el problema del clima. Justo cuando la conferencia de Polonia anuncia las más dramáticas catástrofes climáticas, París se ve invadida por una multitud que protesta ante la imposición de una tasa para reducir el uso de los automóviles, entre los principales responsables de las emisiones nocivas. Se objetará que protestan porque los costes de la histórica e indispensable transformación energética se cargan a espaldas de los más pobres, y es un argumento perfectamente aceptable. Pero de las palabras de los manifestantes se desprende que el clima no les importa en absoluto, porque sus problemas son más acuciantes.

Lo mismo ocurre con la multitud de turineses que hace unas semanas, convocados por un grupo de amas de casa sin partido, llenaron la Piazza San Carlo como hacía tiempo que no ocurría para reclamar a grandes voces que se complete la línea de ferrocarril de alta velocidad Lyon-Turín, silenciando el movimiento que desde hace 10 años bloquea las obras en virtud de los daños que provocaría la excavación de un túnel en una montaña de amianto. Y también por la constatada inutilidad de unas obras planeadas hace 30 años. Y ello porque el ferrocarril —gritaban— daría trabajo, al menos durante algún tiempo, a unos pocos miles de obreros.

En la misma ciudad, y pocos días más tarde, se reunieron 400 empresarios italianos, encabezados por el presidente de la confederación industrial, quienes expresaron con enojo la misma reivindicación: además del tren solicitaron otra serie de túneles, autopistas, “grandes obras” sin sentido, vertidos innecesarios de cemento, mientras que lo que en realidad es urgente, en Italia, es cuidar el suelo, pues cada ola de lluvias provoca catastróficos deslizamientos de tierra. Pero no, lo importante es construir, sea como sea, siempre y de inmediato, y a quién le importa si con ello se agrava el drama climático.

En cuanto a la cuestión de los emigrantes, que no se sabe bien por qué se asocian con las feministas, se ha convertido en todas partes en un tema de división. Que parte en dos al tradicional electorado de izquierdas: porque, por un lado, hay una parte de la población enfurecida que insulta a los negros y a las mujeres que se rebelan, pero, por otro, hay formas extraordinarias y muy variadas de solidaridad con las personas desesperadas que llegan a nuestros países; así como extraordinarios desfiles de mujeres que afirman el valor de la condición femenina. Son muchos los ciudadanos, muchas las ciudadanas que votan por los mismos partidos, y ahora se encuentran en frentes opuestos.

¿Qué consecuencias tendrá esta desorientación general en las elecciones europeas? Los riesgos, para la propia solidez democrática de Europa, son grandes, difíciles de encontrar los remedios. Basta con reflexionar acerca de los efectos del declive de los partidos políticos, su práctica desaparición del terreno. Hay que dejar constancia de que el advenimiento de la tecnología digital, si bien ha dado ciertas ventajas en la propia posibilidad de convocatoria ciudadana, ha atomizado en cambio aún más a la sociedad, reduciendo las oportunidades de participación real. Sin cuerpos intermedios, formas de democracia organizada que permitan confrontarse a los ciudadanos, adquirir conciencia de los problemas y, por tanto, pensar en términos estratégicos y no solo inmediatos, para sentirse así protagonistas y poder dialogar con las instituciones, nuestros sistemas basados en la democracia representativa delegada están abocados a entrar en crisis. Abriendo un vacío peligroso. Sería bueno que lo entendieran Macron y los muchos que aplaudieron su estrategia: derribar los partidos y fortalecer al Ejecutivo, para que el Gobierno sea más eficiente. Ahora está en la calle, lidiando con los chalecos amarillos. Y haría bien asimismo en tomar nota el ex primer ministro italiano Matteo Renzi, quien está tramando su salida del deteriorado Partido Democrático para encontrar algo similar a lo que llevó a su amado Macron al poder. Y al derrumbamiento de su popularidad.

Luciana Castellina es periodista y escritora.

Traducción de Carlos Gumpert.

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