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Columna
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Efecto de nova

La irritación desatada por los desafueros del 'procés' ha sido la levadura que ha inflado a Vox

Juan Claudio de Ramón
El secretario general de Vox, Javier Ortega, el presidente, Santiago Abascal, y el candidato a la presidencia de Andalucía del partido, Francisco Serrano.
El secretario general de Vox, Javier Ortega, el presidente, Santiago Abascal, y el candidato a la presidencia de Andalucía del partido, Francisco Serrano.Gogo Lobato (AP)

Me tengo prohibido usar el término fascismo en otro sentido que no sea el recto. Esto es, para designar esa potente moda ideológica que arrasó el continente europeo entre el término de la Primera Guerra Mundial y el fin de la Segunda.

Por un lado, no creo que se extraiga ningún rendimiento analítico de llamar fascismo a todo lo que no nos gusta o no cumple con los estándares de la democracia liberal. Cierto, el fascismo era contrario al liberalismo: no creía en el gobierno acotado ni en la separación de poderes. Tampoco en el pluralismo político, juzgado como venero de discordia nacional. Era profundamente nacionalista, pero también belicista, autoritario y tocado por una cierta debilidad por el irracionalismo. No es separable de la reacción al bolchevismo, pero no era, como enseña a creer el argumentario heredado de la Tercera Internacional, enteramente reactivo. Tenía una siniestra dimensión utópica, sin la cual no se entiende la fascinación que causó en millones de personas. No creo que el actual brote nacionalpopulista en Europa encaje en ese molde y me impacienta que se use la etiqueta de fascista para describirlo.

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Quien la usa busca apropiarse de una épica que no es la suya. Todo esto, viene, en efecto, a cuenta de la irrupción de Vox. No es un partido fascista. Y mientras no hagan un llamamiento contra las instituciones del Estado (es decir, mientras respeten una legalidad que no les gusta) es mejor no usar otros calificativos que los que razonablemente se desprendan de su programa. Formalmente libertario en lo económico, hay allí una vena no despreciable de conservadurismo ultramontano, descontento con la liberalización de las costumbres. Pero sobre todo, hay un fuerte nacionalismo español, centralista a machamartillo, lastimero y de impronta casticista.

No hay que hacer cábalas para saber de dónde ha salido. Al igual que en el cielo nocturno, una explosión de energía da lugar a la aparición de una nueva estrella, la irritación desatada por los desafueros del procés independentista ha sido la levadura que ha inflado a Vox. Los astrónomos antiguos lo llamaban efecto de nova, y los modernos advierten que lo que parece un nuevo astro es en realidad un destello de radiación muy brillante, pero de corta duración.

De las decisiones de los partidos (de la izquierda no menos que de la derecha) depende que el brillo de Vox se apague o no. Mientras tanto, quienes durante décadas han alertado contra el fantasma de la España uniforme que según ellos representaban los idearios del PP y de Ciudadanos, una acusación sin base y repetida con una insistencia tal que parecía encubrir el morboso deseo de que su rival se pareciera al monstruo mitológico de su imaginación, pueden recordar hoy el aforismo atribuido a Santa Teresa según el cual por nada se vierten más lágrimas que por las plegarias que nos son concedidas.

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