El impostor
¿Cuál es su nombre?, pregunté yo. Juan José Millás, respondió sin titubear. Tardé unos segundos en digerir la sorpresa, pero me repuse de inmediato y le seguí el juego
Cuando subí al taxi, el conductor hablaba a través de la emisora con un colega al que le dijo que luego le llamaba, pues acababa de comenzar un servicio. El otro le contestó que casualmente también él acababa de recoger a un pasajero. Sentí un golpe de extrañeza al pensar que los taxistas se conocían mientras que los clientes no sabíamos nada el uno del otro, y se lo comenté al chófer, que se puso de nuevo en contacto con su colega para ver, dijo, si su pasajero se enrollaba. El pasajero se enrolló presentándose como escritor. ¿Cuál es su nombre?, pregunté yo adelantando mi cabeza hacia el micrófono. Juan José Millás, respondió sin titubear. Tardé unos segundos en digerir la sorpresa, pero me repuse de inmediato y le seguí el juego. Durante los siguientes minutos le expresé mi admiración asegurándole que había leído todas sus novelas. Me dio las gracias y preguntó cuál de ellas prefería. Las manos rotas, dije por ponerlo a prueba. Esa no es mía, respondió el impostor.
Pedí disculpas y seguimos hablando, ahora de las novelas verdaderas. Conocía mi obra mejor que yo. Contó también alguna anécdota de mi existencia que habría sacado, supuse, de la lectura atenta de antiguas entrevistas. Al hablar, imitaba discretamente mi dicción, tropezando en la ele, una letra con la que siempre he tenido dificultades. Cuando ya estaba a punto de desenmascararle, se me ocurrió preguntarle adónde se dirigía y dijo que al cementerio, pues era el aniversario del fallecimiento de su padre. Le llevo unas flores, apuntó. Comprobé la fecha y advertí con aflicción y culpa que papá había muerto tal día como aquel. El impostor aprovechó mi trastorno sentimental para despedirse y yo volví corriendo a casa por miedo a que se me adelantara.
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