Desmontando a Willy Bárcenas
El líder de Taburete podría pasar por la versión Caja B de David Summers, pero lo suyo es mucho más alucinante, casi alucinógeno
La ayahuasca es un brebaje ritual obtenido de la cocción de la liana también conocida como yagé que logra que uno se abra de piernas con el Universo y se le expanda la conciencia. En otras palabras, es un espeso líquido que garantiza la ascensión a los cielos no sin antes pasar por la náusea. Resulta, pues, oportuno que el título del nuevo disco de Taburete, la banda de Willy Bárcenas, lleve por título Madame Ayahuasca, toda vez que la ascensión a los cielos de la fama masiva de la chispeante y melódica formación ha estado un tanto envuelta por los ecos nauseabundos de los escándalos de corrupción que han sacudido los árboles genealógicos del vocalista (recordemos: Luis Bárcenas) y de su compañero de viaje Antón Carreño, nieto de Gerardo Díaz Ferrán.
Taburete no es el primer grupo al que le han pesado más los pecados de los padres que los extravíos propios de la edad de sus componentes, pero Willy Bárcenas marca un antes y un después de lo que por aquí entendemos por música adolescente
En la larga y tortuosa historia del pop, Taburete no es el primer grupo al que le han pesado más los pecados de los padres que los extravíos propios de la edad de sus componentes, pero la verdad es que la figura de Willy Bárcenas marca, en cierto sentido, un antes y un después de lo que por aquí hemos entendido siempre por música adolescente.
Cuando estalló el escándalo de la caja B, quizá resultó tentador para muchos imaginar a Willy como un eco del protagonista de Selfie, de Víctor García León, pero lo cierto es que en él hay más de tío listo (y con agallas y actitud) que de desnortado pollo pera. Si uno deja de lado las circunstancias familiares, está claro que en Willy hay alguien capaz de superar la tradición –sustituir los polvos pica-pica de sus admirados Hombres G por la ayahuasca, ahí es nada–, sin necesidad de renegar de sus principios, ni sucumbir a ese ritual tan anticuado, tan de tronada estrella del rock’n’roll, de querer matar al padre: el hecho de que, al parecer, tantos espectadores de sus conciertos sucumban, en pleno arrebato, a las formas hispanas del síndrome de Strangelove y lancen rítmicos vivas a España cierra el círculo de ese indie pop que, en su día, parecía avergonzarse de sus esencias y disimulaba sus afinidades políticas.
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