Felices farsas
La Navidad y toda su batería de lucecitas y anuncios nos imploran que nos quitemos la máscara, que seamos otra vez lo que dejamos de ser
Antes de que la Navidad empezase en otoño y de que la bulimia consumista acabase con todo, asociaba estas fiestas a ver determinadas películas, escuchar canciones que solo me apetecen por tan señaladas fechas o con algo tan pagano como el teatro, y no solo por el auto de teatro medieval español que han representado en el colegio desde mi madre a mi hija. Para ser más exactos, asocio la Navidad con los cómicos y con esa cualidad desinhibida y alegre que tienen de comportarse sin miedo al absurdo. En su libro El actor y los demás, Fernando Fernán Gómez analiza de forma magistral las paradojas de su oficio, también su diferencia con el resto del mundo: “Esta posibilidad de desahogarse sin correr riesgos, sin amenaza del ridículo, de la cárcel o del manicomio, no la tienen los demás. La perdieron con la infancia”.
La Navidad y toda su batería de lucecitas y anuncios nos imploran que nos quitemos la máscara, que seamos otra vez lo que dejamos de ser. Niños, o cómicos. “El niño quiere serlo todo”, escribe el actor. “Un día, barbero. Otro, cosmonauta. Al siguiente, limpiabotas… La vocación del actor delata en parte este infantilismo”. Con o sin pavo, con o sin lotería, los cómicos siempre parecen estar celebrando algo. Tienen la extraña suerte de poder expresar sus emociones sin paracaídas.
Asocio la Navidad con los cómicos y esa cualidad desinhibida y alegre que tienen de comportarse sin miedo al absurdo
Tengo películas de cabecera para estas fechas. La estadounidense La joya de la familia me hace llorar a moco tendido porque, sin parecerse tanto, se asemeja mucho a mi propia familia y a nuestra forma tan desestructurada como compacta de estar en el mundo. En un momento de la película, mientras el resto duerme o anda por ahí, la hermana mayor de la familia Stone ve un clásico de estas fechas, Cita en San Luis, de Vincente Minnelli, donde Judy Garland canta Have yourself a merry little Christmas. Solo Frank Sinatra me pone aún más triste. La Navidad sin sus villancicos tampoco sería lo mismo.
Pero si pienso en turrones y zambombas, la imagen que me asalta es la de los Pescaílla-Flores, la única dinastía española que, para ser sinceros, me representa. Los vídeos virales de La Faraona me han alegrado muchas fiestas, como aquel de los setenta que resucitó hace un par de años del contenedor de recuerdos de la televisión pública para conquistar a los recién aterrizados millennials. “Por una noche extraordinaria y un año que no se puede aguantar. Coger su copa y brindar conmigo”, nos jaleaba ese fin de año Lola. Es tonto e inútil buscarle una heredera, y más cuando hay una de su propia sangre. Quedó claro en otro de esos vídeos virales que nos hacen perder las tardes. Su nieta Alba se equivocó de estreno en la tan navideña Gran Vía de Madrid, y en lugar de hacer el photocall de Quién te cantará se presentó en el de El fotógrafo de Mauthausen. Su luminosa forma de reaccionar ante la cámara cuando el periodista le hizo ver su error no se ensaya. Es razonable que uno de los apelativos que más circuló esa tarde por las redes fuera el de “diosa”.
En su libro, Fernán Gómez busca las claves a por qué se ha marginado a los histriones a lo largo de la historia. La idea de que detrás de ellos se esconde una “moral relajada”, que son capaces de mentir hasta ser otros, los convierte en eternos sospechosos: “Y así como los farsantes tienen como fundamento de su arte la imitación, los demás la tienen como fundamento de su educación, de su amaestramiento, de su domesticación”. Solo me queda, por tanto, desearles una farsante navidad.
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