Caperucita
Muchos no sabemos salir del prejuicio de nuestra educación analógica. Confiamos en los filtros de la edición y en la responsabilidad de las personas
El pasado lunes cerré esta columna con una noticia sacada del último libro de Margo Glantz. Era una inocentada. Me lo aclaró un amable lector, Tito Saavedra. El hecho de que una mujer como yo llegue a creer que en un condado inexistente de Reino Unido prohíban las novelas de Agatha Christie; que en el área de educación de Comisiones Obreras se quieran vetar textos de Neruda; o que el Gobierno de Navarra censure las canciones de Amaral; la posibilidad de creer esas noticias falsas o tergiversadas expresa una realidad preocupante. Mi comportamiento irresponsable y mi ingenuidad se relacionan con la actitud crédula de los alfabetizados analógicos: confiamos en que el contenido de las noticias encaje con lo que ciertamente ha sucedido más allá de que cada medio, en función de su orientación política, presente el acontecimiento rodeado de unos juicios cuya finalidad es crear opinión y reafirmar ideologías afines. El problema no radica tanto en que mi conciencia crítica detecte la masa de connotaciones que sobrevuelan, como nebulosa, el dato o suceso acaecido, emborronándolo o tiñéndolo de distintos colores, sino en que he de desconfiar del núcleo de la información. De las ficciones literales que se venden como noticias. No de la noticia ficcionalizada, sino de la ficción noticiable. En concursos televisivos se juega al verdadero/falso: “Se comió a su padre y le supo soso”. “¡Verdadero!”. Mentiras o manipulaciones torticeras: en un programa rosa oscuro escuché cómo se involucraba a un actor en la trama Gürtel con el argumento de que había sido contratado como payaso en dos fiestas infantiles organizadas por los imputados. Levantamos sospechas, decimos mentiras o las reproducimos porque nos conviene para ratificar nuestras ideas o herir al contrario. Pero muchos individuos no sabemos salir del prejuicio de nuestra educación analógica. Confiamos en los filtros de la edición y en la responsabilidad de las personas que hablan —hablamos— en público y que deberíamos cuidar exquisitamente nuestras palabras. Sin embargo, en el bosque imaginario de la posverdad me pierdo como Caperucita. No sé manejarme. Se nos hace creer que lo ilusorio y lo real pueden ser colocados en el mismo nivel, pero ese juego no es más que una argucia para seguir mintiendo y que personas, tan ineptas como yo, creamos: nuestro cerebro aún funciona a partir de una suerte de pensamiento dicotómico que, lejos de haber sido pulverizado, está más presente que nunca. El vino se convierte en agua, y lo pintado en lo vivo. Como si nada importase. Pero importa.
La otra razón de haberme hecho eco de esa mentira es el miedo a que fuese verdadera. Un miedo que nace de un estado de la cuestión en que cualquier noticia sobre mujeres que censuran, cercenan o manipulan la realidad parece verosímil. Esa es la música ambiente que demoniza críticas y acciones del feminismo. Cuando detecto una estrategia reivindicativa que considero equivocada, acometo la autocrítica y sin querer me transformo en vocera de los que inventan mentiras para desacreditar reivindicaciones dignas y justas. Algunas personas disfrutan con los trampantojos del mago de Oz. Pero esos trampantojos no son blancos. Tampoco solemos reconocer los errores; a menudo, nos enorgullecemos de ellos haciendo de la necedad —no de la necesidad, esta vez no me confundo— virtud. Abundando por soberbia en las mentiras. Yo solo puedo ampararme en la excusa de que, cuando mucho se habla, mucho se yerra. Espero que entre el ruido se escuchen mis disculpas. Prometo no volver a ser crédula. Me afilaré el colmillo. Ya me voy enterando de lo que vale un peine.
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